Una de las agradables sorpresas literarias del año 2006 fue la publicación de Viejos minerales, un libro que desplegaba la voz de un poeta ya hecho, maduro, sobresaliente por su técnica impecable y por un registro singular pese a sus dos recurrentes ejes temáticos: el mar y la mina. El volumen fue elogiado, con justicia, por un pequeño círculo de lectores y críticos, pero hubo también quien no ocultó su extrañeza por el hecho de que aquellos poemas vinieran firmados por Luis Fernández Roces. Y es que los amigos de clasificaciones y marbetes, una afición útil quizá para redactar fichas bibliográficas y ordenar obras y nombres, pero de la que podemos olvidarnos una vez que nos situamos ante los textos, ya habían dictaminado mucho tiempo atrás que este autor, nacido en el minero Pumarabule, en 1935, era fundamentalmente un solvente narrador que acumulaba muy merecidos premios y galardones; el último, el de las «Letras de Asturias».

Es verdad que Luis Fernández Roces ha escrito algunos de los mejores cuentos publicados en España después de la Guerra Civil. Estamos, sin duda, ante un maestro del relato corto, como prueban las selecciones reunidas en dos títulos indispensables para cualquier amante del género: De un cuento a esta parte y Ageón. No es casualidad que Francisco García Pavón y Medardo Fraile incluyeran obra suya, por ejemplo, en Antología de cuentistas contemporáneos y Cuento español de posguerra, respectivamente. Novelas como Ven y arrójate al mar, El buscador, Diálogo del éxodo, El paraje escondido o la recientemente reeditada La borrachera son prueba, por si ni fuera bagaje suficiente un puñado de cuentos perfectos, de que estamos ante un escritor de mucho fuste y largo aliento al que su inveterada discreción, su lejanía del mundo literario oficial y el silencio con que la provincia cubre casi todo, han excluido de una posición de mayor relieve -la que, a mi juicio, le corresponde- en nuestra historia literaria del último medio siglo.

Así que cuando se publicó Viejos minerales hubo, insisto, quien tuvo que rehacer sus ideas sobre Luis Fernández Roces y subrayar que éste es, además de un narrador excepcional, un poeta importante que se manifestaba públicamente como tal después de los setenta años cumplidos. Lo que pocos sabían entonces es que aquella singular gavilla de versos era sólo una breve muestra de una prolongada y casi secreta dedicación del escritor a la poesía, posiblemente su vocación más arraigada, constante a lo largo de los años. Si aquel libro era el fruto redondo de una callada e inspirada inclinación, su nuevo título, Letras de cambio, editado igualmente por Trea, añade una nueva densidad a una obra que ya se nos antojaba de muy alta calidad.

Y es que Letras de cambio, que suma cincuenta y ocho poemas escritos en su gran mayoría después de la publicación de Viejos minerales, es un libro tan desasosegante (en realidad, toda literatura sustancial lleva aparejado desasosiego) como, intuyo, biográficamente necesario para su autor, y ahora ya, para nosotros, sus lectores. Luis Fernández Roces levanta en este volumen de abrochada cohesión temática, sin concesiones, el duro mapa de una experiencia de raíz existencialista sobre el paso del tiempo como hacedor de vida y muerte: «Y cómo se parece este cuadro a la muerte./ Y cómo se parece a este cuadro la vida./ El pintor es el tiempo y habita entre nosotros?", escribe en el poema que da título al conjunto. Y el poeta (o la voz que habla en el poema) emprende, asimismo, un doble viaje por los paisajes de la edad y por los de la geografía, desolada casi siempre, que ha alimentado y nutrido su perspectiva sentimental. Es en muchos sentidos un libro unamuniano, pero sin Dios al que dirigirse o con el que discutir agónicamente, y en el que se escarba en los estratos de la propia memoria para dar cuenta de una profunda e inevitable convicción: "Sólo la muerte es nuestra./ Lo demás, día a día,/ lo llevamos a cuestas de prestado».

Luis Fernández Roces, que entronca por año de nacimiento y vivencias con los autores de menor edad de la segunda generación de posguerra, es poeta de vena metafísica que somete su lenguaje, como algunos de nuestros mejores místicos, a una tensión que es reflejo de una inquietud intelectual en la que, a diferencia de aquéllos y como ya he indicado a propósito de Unamuno, el lugar de Dios es ocupado por las erosiones del tiempo, por el temor al olvido de la vida: «Cómo burlar al miedo si llevamos/ la silueta del miedo como sombra/ y si nos habla de la muerte el miedo. / Y dónde está la vida, pienso, dónde. // Sólo un punto de luz, allá a lo lejos». Hay, si se me permite el apresurado resumen, un pensamiento de fondo en todos estos versos de estremecida tersura: la convicción de que nos morimos cada día y de que olvidamos esa muerte hodierna para sólo así poder seguir viviendo; dicho de otra manera, somos supervivientes tristes que necesitan recordar que la vida, en algún momento, brilló en los ojos intactos del niño que fuimos. «El hombre es un ser de lejanías», afirmó Heidegger; somos seres para la muerte, parece repetirnos el autor de Letras de cambio desde su humanismo de existencialista transitivo.

No es una poesía fácil, pero ¿cuál lo es? Y, sin embargo, no es una poesía que busque la complicación formal, aunque haya mucha complejidad estilística y cierto barroquismo conceptual tras el discurso de aparente sencillez y la construcción figurativa. Se ha dicho ya en otras ocasiones, y a mí también me parece cierto, que Luis Fernández Roces perfila sus poemas desde un tono narrativo y con la respiración rítmica de la meditación en voz baja. Elige un episodio, una anécdota, y sobre ese pilar de experiencia hila reflexiones y emociones. La literatura, pues, como asidero, como balsa de náufrago con la que rescatar y salvar el recuerdo. «Vivir siempre es volver», escribe el poeta en «Sobrevivirnos», con tono sentencioso que recuerda vagamente al Aleixandre de Diálogos del conocimiento y de Poemas de la consumación. Hay una tendencia a lo elegiaco, muy coherente, claro está, con la posición existencial que ya he descrito hasta aquí: «Este adiós. No hay lugar/ para cosa ninguna diferente;/ vivir es al fin eso, despedirse,/ musitar un adiós a cada paso./ Y otro adiós, otra vez, comparece/ cualquier día sin más, siempre, el olvido».

A Luis Fernández Roces le gustan los ritmos yámbicos, que son, como es sabido, los que mejor simulan la cadencia natural del habla, y tiende al poema largo y poliestrófico, en el que combina endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos. Es su fábrica métrica fundamental, en la que crecen los poemas de Letras de cambio. Hay en este nuevo libro una intensificación de muchas de las figuras de dicción y pensamiento utilizadas en Viejos minerales: anadiplosis, concatenaciones, antítesis? Estamos ante un poeta que conoce bien su oficio, una panoplia de recursos que pone al servicio de una expresión siempre personal, siempre entrañada. No hay en estas composiciones nada gratuito, más bien al contrario, parecen surgir desde el mismo núcleo de una necesidad vital: la de compartir una verdad asumida, este dolor inútil que nos acompaña siempre.