En 1994 aparece en Salamanca un folleto de pocas páginas -23 para ser exactos- con el llamativo título de Coños y con el subtítulo de «Homenaje a Ramón Gómez de la Serna por su libro Senos». Lo firmaba un desconocido, aunque ya hubiera ganado algún que otro premio literario, Juan Manuel de Prada Blanco. Lo editaba Luis García Jambrina, profesor universitario y devoto mentor.

El éxito fue inmediato y sin precedentes: «A pesar de tratarse de una edición casera y muy restringida, desde entonces ha circulado de mano en mano y de boca en boca, en original o en fotocopia, por diferentes lugares de esta y otras geografías. Reseñado en periódicos y revistas, comentado en tertulias y radios libres, glosado por entusiastas y anónimos lectores, escritores y especialistas en literatura erótica (Rafael Alberti, Luis García-Berlanga, Luis Alberto de Cuenca, Abelardo Linares, Gonzalo-Santonja, Víctor Infantes?), "Coños" ha llegado a convertirse en objeto de devoción y culto», según se indicaba en el prólogo a la edición completa, publicada al año siguiente.

De 1995 es también el libro de cuentos El silencio del patinador, que deslumbró a muchos, y de 1996 su «esperadísima novela» Las máscaras del héroe, brillante recreación de la bohemia madrileña en las primeras décadas del siglo XX.

Juan Manuel de Prada se convierte en la estrella del momento, en el escritor joven más solicitado y admirado. Cortejado por todos los grandes diarios, recala en el «ABC», donde aún continúa. En 1997, con La tempestad, obtiene el premio «Planeta». Es el principio del fin. Deja de ser un escritor de culto, se convierte en un escritor popular. La crítica más exigente no tarda en abandonarle. Sus primeros promotores -Luis García Jambrina, Francisco Umbral- se convierten en sus detractores. Algo tuvo que ver en ello la deriva ideológica de aquel joven ácrata zamorano hacia el integrismo católico (aspira a ser el Chesterton español), pero lo fundamental para ese abandono me parece que radica en la tópica y convencional visión del mundo que se esconde tras los fuegos fatuos de sus primores estilísticos.

Penúltimas resistencias recoge entrevistas realizadas hace más de una década, en los años en que Prada era el gran descubrimiento. Se leyeron con admiración. Hoy las releemos con curiosidad, extrañeza y alguna que otra sonrisa. ¿Cómo no sonreír al encontrarnos con Camilo José Cela convertido en «un acantilado humano»? O al escuchar a Francisco Rico quien, después de señalar que «durante años ha habido una tendencia de destrucción sistemática de las humanidades en la enseñanza», declara «haber escuchado con cierta esperanza -y le aseguro que no estoy haciendo un juego de palabras- las declaraciones de nuestra actual ministra de Educación». ¿Esperanza Aguirre salvadora de las Humanidades? Si hemos de hacer caso a Juan Manuel de Prada, el escéptico de Francisco Rico alguna vez lo creyó así.

De hace poco más de una década son estas entrevistas y ya las leemos como si fueran historia antigua. José Saramago está en contra de que haya una moneda única en la Unión Europea porque no cree que sirva «para cambiar la distribución de la riqueza». En la Biblioteca Nacional, visitada de noche junto a su director Luis Alberto de Cuenca, todavía hay ficheros manuales, aunque se anuncia que muy pronto la informática los hará inútiles, «como hojas de un otoño que ya pasó».

Juan Manuel de Prada gusta de hacer frases y algunas de ellas todavía no han perdido su encanto. Así se nos dice que Saramago «al hablar, contagia nuestro idioma de sabidurías lentas y dulces prosodias, como si lo acariciase». Pero a menudo son sólo cintas de colores sobre declaraciones de escaso interés o sobre contradicciones que habrían merecido alguna observación del entrevistador. Saramago afirma rotundamente que «el narrador no existe». Y lo justifica de la siguiente pintoresca manera: «Solemos decir que el narrador es necesario en una obra de ficción; sin embargo, el teatro también pertenece al ámbito de la ficción, y yo me pregunto: ¿dónde está el narrador en una obra de teatro? Si quitamos las anotaciones -y podemos quitarlas, pues el teatro antiguo carecía de ellas-, no encontramos la presencia de un narrador». Naturalmente, porque la obra de teatro no se cuenta, sino que se representa.

Abunda el párvulo razonar en estos grandes hombres, o por lo menos grandes nombres literarios. Pere Gimferrer no está de acuerdo con que corran tiempos propicios para el realismo: «Jaime Gil de Biedma, que sería el máximo exponente de la llamada poesía realista, era discípulo de Aleixandre, su forma de situarse ante la lengua era deudora de Aleixandre. Aleixandre tuvo una influencia enorme sobre Gil de Biedma, y eso él no lo ocultó jamás. Cuando se evoca a Gil de Biedma como exponente del realismo me da un poco de risa, porque yo lo conocí bien y sé qué lecturas e intereses le movían». Después de señalar a Gil de Biedma como un poeta realista dice que no lo es porque está influido por Aleixandre (cosa discutible), pero a continuación señala que el Aleixandre de Historia del corazón y de En un vasto dominio era un poeta realista, que no vuelve por sus fueros hasta que no escribe Poemas de la consumación?

Resulta tentador hacer una antología de los disparates más o menos antiprogresistas que se recogen con unción en estas entrevistas. Camilo José Cela cuenta: «Conocí en cierta ocasión a un hispanoamericano que decía: "Nosotros, los latinos?". Yo entonces lo interrumpía: "Oh, sí, ustedes los latinos. Supongo que se refiere a Cicerón, a Suetonio y a usted". El pobrecito no sabía que no existe una raza latina, sino una cultura». ¿Y de dónde deduce Cela que aquel pobrecito hispanoamericano se refería a una «raza» -curiosa raza que incluye a descendientes de los europeos, de los negros africanos, de los indígenas americanos y a sus diversos mestizajes- y no a una cultura?

Tan difícil como recoger el agua derramada parece recuperar la admiración perdida por un escritor. El Juan Manuel de Prada de hoy ya se insinuaba en el Prada de ayer. Pero si no estaba del todo justificado el pasmo con que fue recibido en sus comienzos, tampoco lo está el desdén que recibe el actual cruzado contra «el matrix progre» -la expresión es suya-, algo más que un castizo ideólogo de contundente retórica: un enfermo de literatura, todo un personaje.