Le avergonzaba tanto que mirasen sus ojos increíblemente azules que no se despegaba casi nunca de las gafas de sol. Era su bendición y su condena. La guinda de una belleza perfecta que, con el tiempo y muchas cañas (amaba la cerveza tanto como las carreras de coches), se adueñó de una admirable madurez interpretativa. Pocos supieron envejecer tan bien como él. Paul Newman: el buscavidas atormentado, el forajido socarrón, el detective triste, el abogado malherido, el preso indestructible, el truhán insolente, el seductor cínico, el boxeador de carne y plomo. Un actor que supo sobreponerse a su apolínea belleza para ganarse el respeto de propios y extraños con interpretaciones que acabaron abonadas a la excelencia. Y una persona admirable que huyó de los oropeles y las ciénagas de vanidad para centrarse en su familia (sobre todo su esposa, la gran Joanne Woodward), en su trabajo concienzudo y coherente (como actor y estupendo director), en sus obras sociales. Una vida privada que intentó mantener lejos de los focos, y que también ocultaba sombras: la muerte de su hijo Scott por sobredosis le marcó a fuego.

No es sencillo acercarse a una personalidad así por mucha exposición que haya de su figura a lo largo de décadas. Entre otras cosas porque Newman se cerró a cal y canto. Shawn Levy se ha atrevido con una biografía (editada por Lumen) que se basa en los testimonios de quienes trataron al actor y en las declaraciones de éste a lo largo del tiempo. Newman y su mujer no aceptaron hablar de su vida. Y cuando él se planteó escribir sus memorias, lo dejó por aburrimiento. El aburrimiento: palabra que acompañó mucho tiempo a la estrella en su singladura cinematográfica. A pesar de los inconvenientes, y de que el biografiado no es un personaje de vida turbulenta y por ello «espectacular» (no es Brando, para entendernos), Levy ha escrito una obra más que estimable, documentada al máximo y con una clara vocación de abordar el reto con respeto pero sin servilismo. Con un estilo sobrio que no descuida la evocación lírica ni la reflexión atinada, y narrada con esa pasmosa destreza de sello inequívocamente anglosajón.

«Newman no fue el mejor actor norteamericano», matiza Levy, «ni siquiera el mejor actor de su generación, pero, sin duda, fue el actor más norteamericano, el tipo cuyos papeles y persona mejor representaron el tenor de sus tiempos y su gente». No fue un Rock Hudson ni un Tony Curtis ni un Robert Wagner, «actores guapos y capaces, sin duda, pero más estrellas cinematográficas que artesanos de su oficio. Newman poseía una disciplina interior que lo llevaba a exigirse más a sí mismo y gracias a su perseverancia consiguió labrarse un lugar junto (y a veces incluso por encima) a dioses del método como Marlon Brando, Montgomery Clift y James Dean). Al final fue la única superestrella que surgió de la generación original del Actors Studio, el más popular y duradero de los actores norteamericanos seguidores del método Stanislavski, y el único que puede sentarse cómodamente con los grandes de la edad de oro del cine y con los nuevos y subversivos intrusos».

Newman, no lo olvidemos, «representó un eslabón esencial del siglo norteamericano, el de los hombres que no estaban destinados a heredar un sistema que no se aguantaba cuando sus padres se lo legaron (...); casi sin quererlo, se convirtió en su actor laureado».

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