José Luis Melero, bibliófilo aragonés, rara vez nos habla en La vida de los libros de grandes obras; prefiere los autores menores, a veces muy menores, y las pequeñas anécdotas relacionadas con ellos.

A propósito del olvidado Félix Ros, el poeta que, al final de la guerra, saqueó pistola en mano la biblioteca de Juan Ramón Jiménez, nos cuenta que cuando José Janés visitó a Antonio Machado para pedirle su firma en un escrito a favor del escritor falangista torturado en la checa de Vallmayor, éste se la negó con las siguientes razones: «Pues ¿qué?, ¿quiere usted que nos arranquen las uñas también a los antifascistas?».

Mi diario en la cárcel, del bailarín Antonio, le lleva a recordar una condena por blasfemia que enlaza los últimos años del franquismo con la Edad Media. Cuando el bailarín rodaba en la plaza de Arcos de la Frontera El sombrero de tres picos, bajo la dirección de Valerio Lazarov, lanzó una exclamación que un cabo de la Policía Municipal juzgó irreverente. Fue juzgado y encarcelado por blasfemia y escándalo público.

El erudito Pedro Sainz Rodríguez, experto en temas místicos, ministro en el primer Gobierno de Franco, tenía fama de experto gastrónomo. Cayó en desgracia ante el generalísimo porque un día su mujer, Carmen Polo, al trasladarse de Burgos a Vitoria vio aparcado el automóvil del Ministro ante un establecimiento cercano a la carretera y le dijo a su marido que debían ir a comer allí, pues si iba don Pedro, seguro que se comía bien. Franco quiso saber de qué restaurante se trataba y resultó que era un prostíbulo. La indignación de doña Carmen fue tan grande que la carrera política de Sainz Rodríguez acabó en ese mismo momento.

Mariano Sebastián ponía bajo el nombre, en la cubierta de sus libros, la siguiente aclaración: «Autor de lo peor que se ha publicado hasta el día». Exageraba, sin duda, aunque no demasiado. Su Colección de cantares, subtitulada «o lo que salga con un brochazo sobre asuntos sociales y cuatro notas íntimas que sólo a mis hijos podrán interesar un poco», ofrece muestras de un peculiar humor: «Dos cosas en este mundo / me hacen a mí suspirar: / el recuerdo de mi amada / y un bastonazo que me dio su padre»; «Te di un beso en el corral / y otro te di en la cocina / y no te quise dar más / porque olías a cebolla».

En Vitrina pintoresca cuenta Baroja la entrevista que le hizo al verdugo de Madrid cuando trabajaba en la redacción de «El Globo». El verdugo contó anécdotas de sus ejecuciones y luego les enseñó unas correas nuevas, negras, con hebillas brillantes que utilizaba para asegurar al reo. Pretendía que le dieran permiso para poner una barraca de feria y hacer ejecuciones con figuras de cera, ilustradas con algunas explicaciones.

Jeanne Rucar, la francesa que se casó con Buñuel, refiere en sus memorias que éste, cuando recibía amigos en casa, le pedía que se fuera a su cuarto o a la cocina. En cuando descubría que a ella le gustaba hacer algo se lo prohibía: le prohibió tocar el piano, le prohibió hacer gimnasia y hasta le prohibió, ya mayor y con los hijos fuera de casa, que encuadernara libros, su último entretenimiento, porque disfrutaba demasiado con ello.

Si hubo un crítico merecedor de toda la mala fama que acompaña desde siempre a los críticos, ése fue Antonio de Rivera. Era venal, pendenciero, difamador. Pobre del empresario teatral que antes de estrenar una nueva obra no le pasara un sustancioso aguinaldo. Fue lo que ocurrió en el estreno de Baltasar, de Gertrudis Gómez de Avellaneda. No contento con dedicarle una mala crítica, soltó un gato en la escena más dramática, provocando la hilaridad del público. El marido de la escritora fue a pedirle explicaciones y la explicación del crítico fue asestarle una estocada en el pecho que le atravesó el pulmón y que poco tiempo después le ocasionaría la muerte.

De minucias y curiosidades semejantes está lleno este bienhumorado volumen, que se lee como se asiste a una tertulia literaria en la que se entremezclan bibliografía y chismografía. Sólo de tarde en tarde se permite el autor alguna observación crítica. Tras copiar un párrafo del diario de Víctor Botas, «de una sinceridad lacerante», añade: «Nunca he sabido si hacemos bien aireando esas penas y zozobras que se escribieron sin ánimo de ser publicadas».

«Esa muerte trágica», comenta después de referir el suicidio de Larra, «es la que le hizo entrar en la historia de la literatura, y no, pienso yo, quizá heréticamente, sus propios valores literarios. Uno lee hoy sus artículos y se acuerda de los de Josep Pla, de los de Ruano, de los de Manuel Vicent?, y se queda con éstos. Pero en literatura vale más una muerte violenta o prematura que toda una vida escribiendo». Curiosa manera de juzgar a un escritor. También podría decir que uno lee a Espronceda, se acuerda de Gil de Biedma y se queda con éste.

José Luis Melero no es, no lo pretende, un crítico ni un estudioso de la literatura. Pero tampoco se limita a amontonar rarezas, algunas de interés muy local. Lee los libros que colecciona y sobre ellos tiene muchas cosas que contarnos. Nunca nos cansaríamos de escucharle, aunque algunas de sus anécdotas, como las que se refieren a las erratas, ya las hayamos oído infinitas veces.