Cuando llegan estas fechas, suele suceder que las galerías de arte saquen a exposición sus fondos de pintura, a veces reforzados para la ocasión con los procedentes de otras galerías, o bien con piezas de propiedad particular, buscando sobre todo el reclamo de firmas de relieve o nombres de artistas regionales cuya obra goza de especial predicamento pro parte del público digamos «inversor». Es una lógica práctica comercial aunque pocas veces supone una aportación artística verdaderamente interesante, como no sea la de poder contemplar pinturas sin más relación que e hecho de estar juntas y que con frecuencia ya hemos visto otras veces.

Por eso resulta destacable la exposición que la galería Guillermina Caicoya nos ofrece ahora en torno a la figura de Antonio Suárez, y no precisamente por su título escasamente específico, «Los años de El Paso», aunque muchos pensemos que esta época, y sobre todo la inmediatamente posterior, es la mejor del artista. Lo que esta muestra, por cierto impecablemente montada, nos aporta es sobre todo el mejor conocimiento de la evolución de su obra en esos años decisivos para su consagración, cuando Antonio Suárez, ya instalado en Madrid tras su paso por París, venía de una figuración expresionista cada vez más esquemática y con resonancias geométricas, que se iba diluyendo para dar paso al protagonismo de la materia y la abstracción. El año de 1956 (por cierto cuando yo le conocí en una entrevista en su estudio donde hablamos de la muerte reciente de Jacksson Pollock) es cuando en la práctica de la técnica del monotipo encuentra Antonio Suárez un nuevo y decisivo camino en su creación plástica: las sorpresas que las azarosas mezclas de colores le proporcionan en la impresión del monotipo -escribía nuestro inolvidable Villa Pastur con motivo del homenaje del certamen de Luarca-, con la extraordinaria riqueza de calidades que de ello se deriva, le descubren la belleza que subyace en esas mezclas como puras entidades plásticas.

Debió pasar algún tiempo antes del pleno aprovechamiento de las posibilidades de esta experiencia, quizá porque el Suárez de El Paso, ya en la abstracción de sus manchas autónomas de color, permanecía más bien en la austeridad expresiva y en la dureza oscura y dramática del cromatismo ensordecido. Hasta que la luz y una nueva y personalísima morfología, ambas cosas propiciadas por la utilización de una nueva y característica pasta blanca que se derramaba sobre el soporte, entraron en su pintura para hacerla más lírica, dinámica, sensual y sensible, unificados composición, materia y color por aquella pasta pictórica densa que dibujaba foras, se dejaba contaminar de grises, verdes o azules y alejaba el claroscuro. Ejemplo de esa pintura hay en la presente exposición una serie de óleos sobre papel de gran atractivo que constituyen un refinado ejemplo de informalismo lírico. Son de 1961, el mismo año en que está fechada una serie de bocetos realizados con óleo muy diluido en los que el pintor pone de manifiesto el valor expresivo de su gesto caligráfico y que podemos entender como una de las aportaciones de mayor interés en una muestra en la que también se incluyen lienzos creados en torno a esos años de referencia en torno a los que se plantea el concepto de la exposición, además de algunos monotipos, bocetos para vidrieras y otros ejemplos de actividad artística de Antonio Suárez en esos años centrales de su obra, todo ello propiedad del pintor.