Quizá el rasgo más distintivo de la pintura de Pelayo Ortega resida en su cualidad para ser una -y única- en su cada vez más acusada multiplicidad. Igual que un rostro permanece reconocible a lo largo de sus cambios, incluso de los más intensos, el pintor mierense ha conseguido que su obra exhiba una identidad inconfundible en cada una de sus muchas encarnaduras, que asumen opciones pictóricas de muy distinta raíz. Y este hecho es también un valor, en cualquier sentido de esta última palabra. Haber esquivado, con osadía y casi temeridad, los peligros de la autocomplacencia o el estancamiento a la vez que se ha guardado lealtad a una poética (la de la pintura hecha vida, o viceversa) es un mérito que justa y frecuentemente se le ha reconocido a esta obra, y que hay que atribuir de nuevo a la que, después de dos años de su última individual gijonesa, Pelayo Ortega expone desde esta tarde en Cornión.

Hace sólo unos meses Pelayo Ortega exhibía en a la sede madrileña de Marlborough «Escala espiritual», una muestra en la que, merced a esa fidelidad a una pintura que es siempre autobiografía pintada, se elevaba hasta cotas inéditas la veta más religiosa y hasta mística de un artista al que le ocupan y preocupan cada vez más estos asuntos. Esa misma ascética espiritualidad orteguiana impregna una parte de los cuadros que ahora exhibe en Cornión. Pero al mismo tiempo, junto a ella, en una vecindad que perturba, se manifiesta en toda su tempestuosa y exaltada sensualidad una pintura que es toda excitación, carnalidad y materia, conforme a una reaparición de la vieja querencia expresionista de su autor, pero mucho más rotunda y apremiante. Casi como un expresionismo de la propia pintura, antes incluso que del yo del pintor.

Con todo, por muy dispares que sean las expresiones, son gestos de un mismo y familiar semblante. La soberanía de una misma sensibilidad, un mismo cuerpo de vivencias y una misma mano -y, sobre todo, como medio que vincula todo ello, una inquebrantable fe en la pintura- mantiene unificadas como hasta el momento lo han hecho las muchas, cada vez más, pinturas que hay en esta pintura. Los temas también resultan conocidos. Son los temas orteguianos desde el principio: la vibración nostálgica del pasado, las pequeñas y grandes conmociones de la vida cotidiana, los paisajes urbanos o los paisajes interiores, el paso del tiempo y el sereno deber de lo elegíaco ante todo lo visto, escuchado, leído, pintado y, en resumen, ante todo lo que se rescata de los días en aras de un apego apasionado a lo vivido.

Así, Pelayo Ortega pinta en esta obra el taller físico y el taller mental; los interiores guarecidos de la lluvia y lo que habita en ellos; alegoriza y da cuerpo a la abstracción del tiempo; vigila a distancia a sus paseantes urbanos, cruzando una densa noche de pintura, y caminantes, unos anónimos, como el que se interna en un bosque de resonancias friedrichianas bajo una lluvia de luz plateada en el impresionante «El buen salvaje», o caminantes conocidos, como un Robert Walser a punto de extraviar para siempre sus pasos en la nieve. En otros casos construye un sentimental e irónico bodegón-monumento a su propio imaginario, u homenajea a Alejandro de la Sota, recogido en la intimidad del estudio nocturno. Y hay también formatos novedosos que testimonian sobre el gozo de crear y la voluntad permanente de recapitular para seguir avanzando, como el políptico de cuadros de 50 x 50, en los que el pintor se lanza al juego plástico y conceptual con espíritu casi infantil. Y también, junto a esto, y con un peso cada vez mayor, aquel anhelo de trascendencia y espiritualidad que se plasma en la ligereza máxima del «typex» corriendo sobre el plástico para dibujar un ocaso o en la mística gravedad del «Agujero blanco», la verdad definitiva hacia la que parece tender todo lo anterior, arrastrado irremisiblemente en la fuga de la vida.

Cada uno de esos Pelayos vale y justifica por sí mismo la emoción de ver buena pintura; pero la muestra ofrece una excitación a escala superior, en el fortísimo contraste de las opciones. Cada una de esas líneas de trabajo se va extremando sin ningún pudor en pos de sus propias necesidades, validada por la sinceridad con que se asume una tensión entre las solicitudes de lo mundano y lo trascendente, lo carnal y lo espiritual, la sensualidad y el despojamiento. De lugar de encuentro casi idílico, la pintura de Pelayo Ortega ha pasado a convertirse en campo de batalla, y su pérdida de afabilidad se contrapesa por un incremento de pasión (de nuevo, en cualquier sentido de esta palabra). No sólo la pasión creadora o vital del autor, sino, sobre todo, una pasión de la propia pintura, exprimida para registrar cada vez con mayor franqueza y hondura los conflictos de fondo de la condición humana.