En España, Pío Moa y César Vidal han hecho del revisionismo piedra angular de su grafomanía. La estrategia de «contamina, que algo queda», con ser nauseabunda, no deja de resultar incómoda, hasta el punto de que historiadores como Javier Tusell sintieron la necesidad de responder a semejantes perlas. El revisionismo, por descontado, no es patrimonio nuestro, sino una estrategia pandémica en el ámbito de la Historia, disciplina que el propio Tusell definió como «una aventura intelectual», aunque a menudo acabe convirtiéndose en cuadrilátero donde solventar querellas personales.

Tras el desplome de la Unión Soviética, el revisionismo encontró en el inmenso solar de la vieja alma rusa cientos de coartadas para ajustar cuentas. El resultado fue la demonización de determinadas ideas y de las personas que las encarnaron. En Lenin y la revolución, contundente opúsculo de Jean Salem, uno de los mayores expertos en historia de la filosofía materialista de La Sorbona e hijo del célebre periodista franco-argelino Henri Alleg, se rastrea la satanización del comunismo y de Lenin. El argumento de Salem es sencillo, tanto que produce rubor repetirlo, pero precisamente la malicia revisionista reside en que, a fuerza de proponer ecuaciones perversas, los renglones de la Historia aparecen torcidos allá donde se mire.

Salem desmonta la identificación entre nazismo y comunismo -debida sobre todo a la filósofa judía Hannah Arendt, a antiguos radicales de izquierda hoy transformados en liberales confesos y a los aparatos de opinión socialdemócratas, a quienes tanto agrada agitar las banderas del posibilismo en períodos de vacas gordas y engrosar las filas de los invisibles en épocas difíciles-, identificación que consiste en situar en el mismo plano la Weltanschauung nazi (supremacía racial y Reich como proyecto escatológico) y el ideario comunista que arranca de Babeuf y conduce al subcomandante Marcos, fundándose para ello en la experiencia del llamado «socialismo real», plasmación a lo que parece de un programa de justicia e igualdad. O, dicho de otro modo, a suponer que los Lager y la Endlösung, que satisfacen a conciencia el pensamiento de Rosenberg y de la Conferencia de Wannsee, y el Gulag y las Grandes Purgas, que uno, sinceramente, no acaba de encontrar en los escritos de Marx, Rosa Luxemburgo y Bujarin, proceden de un mismo venero intelectual.

Pero además Salem propone recuperar la figura de Lenin como revolucionario de primer orden y lector de privilegio de la entraña histórica, no como apparatchik ejecutor del chequismo institucionalizado. Porque el revisionismo ha extendido el período estalinista hacia atrás, al punto de lograr una homogeneización plena entre la experiencia soviética desde 1917 y las luchas que precedieron a la Revolución de Octubre hasta la desestanilización auspiciada por Jruschov tras el XX Congreso del PCUS. Un libro, pues, que agradará a los que no acaban de ver en Putin al príncipe soñado por quienes añoran al Alejandro I que Tolstói retrató en Guerra y paz, mientras siguen afilando sus dientes en las estatuas caídas del comunismo, ese perro soviético, y de Lenin, su feroz guardián.