Después llegaría Estados Unidos, su fascinación por Nueva York y las puertas abiertas de par en par del Instituto Curtis de Filadelfia. Su trabajo con Gary Graffman, capaz de ir haciéndole entender que la música es algo más que vencer concursos, «lo importante no es el premio, sino el proceso», algo que le llevó a adquirir «una nueva forma de ver el mundo». Luego llegaría su encuentro con el maestro Eschenbach, el éxito apoteósico en el Festival de Ravinia y su emoción al tocar junto a Leon Fleisher o Alicia de Larrocha que define como «una de las mejores pianistas del mundo , una mujer a quien admiraba desde hacía tiempo». Aun tendría que luchar con la incomprensión inicial a su regreso a China, extrañada la prensa de que no siguiera ganando concursos, hasta llegar a otro encuentro decisivo en su vida profesional con Barenboim y su afán de ir más allá, de mejorar y seguir adelante en un ritmo frenético que una lesión atemperó hasta enseñarle que el secreto está en el «equilibrio».

La grandeza de Lang Lang se deja ver en este libro y también se siente cuando se le escucha en sus interpretaciones siempre vibrantes y llenas de sugerencias. No es un músico más al uso, ha sabido formarse como artista, es un hombre curioso y su ambición está juiciosamente desarrollada. Disfruta de la música y tiene una vida de lujo que comparte con sus padres pero no está satisfecho. Quiere ayudar a otros jóvenes con talento y escasas posibilidades económicas. El pianismo de Lang Lang es directo, sincero y rezuma honestidad. Siempre he creído que la música que un intérprete nos ofrece dice mucho de su personalidad y en él se confirma plenamente. Como señala Ana Mateo en un magnífico perfil que escribió sobre él en la revista «Scherzo» el pasado mes de enero, «sabe de dónde viene y eso lo hace grande».