«¿Adónde has ido?», pregunta el padre. «A ninguna parte», contesta el hijo. El diálogo entre el progenitor que quiere saber y el vástago que trata de ocultarse ante la inquisición paterna es una situación doméstica recurrente, familiar para quien tiene a su cargo a un adolescente en plena travesía del tiempo confuso. La particularidad de la escena relatada consiste en que ocurrió hace unos 4.000 años y se preserva en escritura cuneiforme sobre una tablilla de arcilla.

Samuel Noah Kramer, sumerólogo, recoge el diálogo en La historia empieza en Sumer, todo un clásico de la historiografía recién reeditado y que sirve de cura a cualquier afán de singularización del hombre moderno. Noah Kramer, «historiador de minuciosas nimiedades», según definición propia, recoge situaciones cotidianas de las que queda constancia documental. Son en total «39 primeros testimonios de la historia escrita». Ahí está «Vida de un estudiante: El primer caso de "pelota"», el primer almanaque del agricultor, los primeros proverbios y adagios, el primer canto de amor , los primeros paralelismos con la Biblia, «los primeros préstamos literarios» a cuenta de la Epopeya de Gilgamesh. Y también figura lo que el autor identifica como «el primer caso de gamberrismo», la conversación entre padre e hijo que constituye un reflejo de un desencuentro generacional perenne, que en nada ha mutado con los siglos. Es el choque de dos maneras de encarar el mundo, de dos diferentes perspectivas vitales. Por un lado, el hijo que imprime a sus días el ritmo laxo de quien se siente dueño de un tiempo ilimitado, que busca la identidad propia al margen de padres y maestros. Frente a él, el progenitor preocupado, que le insta a cambiar de actitud con una serie de consejos prácticos como «no vagar por las calles, ser sumiso con el vigilante, seguir la clase y aprender de la experiencia adquirida por los hombres del pasado». Recomendaciones a las que, en un repertorio ya clásico, añade reproches a los temores filiales ante el futuro, a su escaso empuje personal y le insta a convertirse en un escriba como él, «la más difícil de todas las profesiones». «Sé hombre, caramba», conmina el padre al hijo en la versión de Samuel Noah Kramer.

Todo ello podría haber ocurrido el fin de semana pasado y, de hecho, sucede con el reajuste en los detalles que imponen los cuatro milenios transcurridos. ¿Por qué? Porque en ese período de la vida «se construye un conflicto ineludible: en el momento en que maduramos lo bastante como para querer tomar nuestras decisiones, todos empiezan a decirnos que trabajemos mucho, que planifiquemos, que no bebamos, que no consumamos drogas y que no nos acostemos con nadie». La respuesta es de David Bainbridge, profesor de Anatomía y Clínica Veterinaria en Cambridge, y está en su libro Adolescentes. Una historia natural, nada que ver con los recetarios curiles que proliferan entre los libros de ayuda para situaciones complejas.

Coherente con su formación, Bainbridge adopta una perspectiva de la adolescencia cercana a la zoología, acostumbrado como está «a tratar con animales peludos y agresivos».

Hace entre 800.000 y 300.000 años la maduración del ser humano previa a convertirse en un adulto se retrasó en diez años. Esta forma de ganar tiempo se convierte en un rasgo exclusivo de nuestra especie, la única «en la que la progenie depende de sus padres durante veinte años», apunta un Bainbridge optimista, que ignora lo que tardan los jóvenes españoles en dejar el hogar paterno. «La adolescencia constituye una diferencia biológica esencial entre los seres humanos y otros animales (...) es una característica esencial de la especie humana, una característica sobre la que se construye nuestro éxito», expone el zoólogo. La incorporación de ese período a nuestro ciclo vital está ligada a un cambio físico que propicia otra especificidad humana: el incremento del tamaño del cerebro. «La adolescencia fue la que permitió a nuestro cerebro dar el gran salto adelante». Esa etapa abominable para padres y educadores resulta ser, por tanto, una conquista evolutiva.

«El cerebro del adolescente es el fenómeno fundamental de la raza humana», un cerebro que «difiere del del adulto en prácticamente todo aspecto concebible», escribe Bainbridge. El conflicto paterno-filial radica así en algo más que visiones dispares de la vida y el problema, en contra de lo que tendemos a pensar, no es la poca cabeza, sino el exceso de cerebro: «la profusión de materia gris alcanza su cénit durante la adolescencia, tras la cual la materia gris pierde grosor y mengua». El adolescente se encuentra en plena «poda sináptica» que «elimina las conexiones (entre neuronas) que no serán necesarias en la vida adulta». «Esa gran reconfiguración cerebral constituye un rasgo fundamental de la adolescencia», concluye Bainbridge. De ahí la sensación juvenil de que el cuerpo va por un lado y el impulso cerebral por otro, que puede propiciar comportamientos que se confunden con síntomas de un trastorno mental.

En la perspectiva del zoólogo «la adolescencia es sudor, pelo y grasa, y durante gran parte del tiempo parece que la naturaleza intente, deliberadamente, escandalizarnos con su capacidad para desterrarnos a la fuerza de la niñez». Pero nada de dramas, porque «ser adolescente es una experiencia positiva y comprensible» y esos años resultan «los más interesantes de la vida... un momento crucial».

Después de leer este libro seguro que esos seres vocingleros les resultarán menos extraños y, sobre todo, sabrá que no debe llamarlos descerebrados.