Con motivo de la grave crisis económica que padecemos se ha venido hablando y discutiendo de manera muy detallada sobre la burbuja inmobiliaria que ha sido factor determinante en el conjunto de problemas que hoy perturban nuestra convivencia. Sin embargo otras burbujas se han hinchado de manera tremenda y, hasta ahora, pocos se han atrevido a denunciarlas en su justa medida.

Décadas atrás nuestro país permanecía bastante al margen de los dinámicos circuitos de conciertos europeos. Sólo unas pocas sociedades filarmónicas, entre ellas la de Oviedo, conseguían de vez en cuando la presencia de algunos divos entre nosotros. La situación era francamente tercermundista en lo que se refiere a las infraestructuras, tanto en la dotación de auditorios y teatros como en la de orquestas sinfónicas.

En la década de los ochenta todo esto empezó a cambiar y la construcción de nuevos equipamientos y la creación de orquestas dieron paso a una realidad muy distinta. Para conseguir que el país subiera musicalmente de categoría se comenzaron a pagar abultados cachés a las grandes estrellas para las cuales sólo una buena oferta económica justificaba su viaje profesional a España. Algunos cobraban cuatro y cinco veces más aquí que en otros países con el respaldo, en la mayoría de los casos, del dinero público.

Bien es verdad que nada dura eternamente y la situación está empezando a cambiar desde hace unos años. Muchos ciclos de conciertos y temporadas de ópera se han negado a tragar determinados abusos.

A ello se suma ahora la crisis que obliga a apretarse el cinturón. Ante esto se encuentran reticencias en determinados ámbitos. Sobre todo en el de los agentes artísticos que, muchos de ellos, han llevado a que la burbuja estalle con una mezcla de avaricia y desdén hacia los organizadores y, en cierta medida, hacia sus propios artistas.

El maná público se desvanece y al negociar cachés ya más con los pies en la tierra algunos se ofenden de forma terrible. Están acostumbrados a la subvención a fondo perdido del dinero público y, claro está, redimensionar sus pretensiones no es fácil. Pero no queda otra solución. O agentes, artistas y orquestas se avienen a un sistema nuevo con cifras más en la realidad que permita un amplio porcentaje de retorno en la taquilla o el sistema se acaba. Lógicamente no se puede pretender la rentabilidad de una representación operística o de un concierto sinfónico de primer nivel, sobre todo por lo raquítico del mecenazgo privado español, pero sí que haya una cierta equidad entre lo que recauda y el dinero público invertido.

Lo que no se debería hacer es revertir el coste total en el precio de las entradas porque esto favorecería un elitismo económico no justificado desde organizaciones públicas. Precisamente poner la cultura al alcance de la población es hacerlo con espectáculos de rango elevado a precios asequibles. Por lo tanto son los costes los que deben moderar su crecimiento si quieren mantenerse en un mercado que, necesariamente, se va a volver más competitivo en todos sus segmentos.

Sirva como anécdota al respecto un ejemplo reciente. No hace ni un par de meses un cantante me indicó que «ofendía su calidad artística» al ofrecerle un caché de tres mil euros para una interpretación que no llegaba en total al cuarto de hora y con unas exigencias vocales no muy elevadas. Cuál sería mi sorpresa al descubrir que por hacer lo mismo en Inglaterra había cobrado la mitad y tan contento. Por lo tanto si no se armonizan los cachés y no se hacen ajustes más de uno puede quedarse al margen de un sistema en el que nada volverá a ser lo mismo y en el que determinadas arbitrariedades deben quedar desterradas.