Me lo pasé tan bien durante la lectura de la última novela de Arturo Pérez-Reverte que, aviso, va a ser ésta la reseña de un forofo y no la de un crítico con alcanfor. Es novela de las de antes, de cuando Stendhal y Balzac y Dickens, de cuando los escritores de la mar, de Dumas padre. Tiene 727 páginas porque tiene que tener 727 páginas para acoger todos los tipos de novela que lleva dentro El asedio: novela de intriga, política, marina, de ocultismo si me apuran, de espionaje, romántica, científica, histórica, de corsarios, bélica, costumbrista, psicológica, picaresca y de psicópatas. Encima, documentada a tope, trabajada, muy bien escrita (está en castellano, asómbrense), sorprendente, una novela de esas que ansías saber cómo va a continuar en el capítulo siguiente y no ves el momento de continuar la lectura. Todo este placer lector (quizá también «lector de antes») por el precio de una entrada al fútbol, tres copas o dos menús del día arregladitos: sólo que el placer y el entusiasmo duran aquí unas quince horas en primera lectura. Creo que Pérez-Reverte ha escrito la novela tan a gusto, tan como le dio la gana, que ese descaro se transmite a un público que se abisma en ese Cádiz del XIX al que acaba conociendo mejor que el pasillo de su casa.

Trataré de no ser «spoiler», aguafiestas que desvela que arruina el desarrollo de una historia contando su final. Situémonos. Estamos en Cádiz, entre febrero de 1810 y agosto de 1812, durante los 30 meses y 20 días que dura el asedio de las tropas napoleónicas a la ciudad. Aconsejo tener a mano un callejero de la ciudad (basta entrar en Wikimedia Commons y buscar «Mapa de Cádiz 1812») y, por ejemplo, también una «Vista de Cádiz y sus contornos» o el «Plan Topographique de la Baie et Port de Cadix et de ses environs». No viene mal un diccionario náutico para aumentar el placer del lenguaje exacto de la mar: «Vira el ancla, abate a babor, amolla escota mayor, larga trinqueta, orza dos cuartas más, haga cazar esa escota?». Aliada España con los ingleses esta vez, los más de 100.000 gaditanos y refugiados que allí viven pasan sus días con bastante más comodidad que los franceses sitiadores, abocados a disparar sus cañones desde Trocadero, desde La Cabezuela, sin alcanzar más que a derribar algunas casas de las zonas que alcanzan sus baterías, con apenas víctimas en el enemigo amurallado y lejano. Al gabacho le acechan los terribles guerrilleros, la escasez de comida, piojos y chinches, se consumen entre los caños y marismas de la Isla de León, les caen por todas partes, por Chiclana, en el puente Suazo, cuando se aventuran por el Arrecife sin llegar a La Cortadura, mientras que los sitiados tienen de todo, abierta como les queda la puerta de la mar, que les permite el comercio con la América que comienza a revolverse contra la metrópoli, o con Europa. Es el sitiador sitiado. Ausente el lamentable rey Fernando VII, los diputados españoles se han venido a refugiar a Cádiz, donde elaboran una nueva Constitución, «La Pepa». Ahí está el asturiano conde de Toreno, en la historia y en la novela, ahí los Martínez de la Rosa («tan fino») y compañía.

Éste es el escenario por el que deambula un comisario de la Policía, Rogelio Tizón, que acaba de entrar en la cincuentena, duro y desengañado, de vuelta de todo (grandísima blasfemia en la página 507), obsesionado porque comienzan a aparecer en el Cádiz que domina (con la entonces habitual tortura incluida: así se abre la novela) cadáveres de casi niñas atrozmente asesinadas. Por allí se ve a Pepe Lobo, capitán corsario a puro trabajo, guapo, tópico, como pide el argumento: «Unos 40 años, pelo y patillas negras, ojos claros, vivos».

Pasa a la página siguiente