Hay momentos decisivos en la formación intelectual de las personas. David Grossman (Jerusalén, 1954) descubrió las terribles circunstancias en que se produjo la muerte de Bruno Schulz después de haber leído Las tiendas de canela y El sanatorio bajo la clepsidra. Schulz, un escritor judío polaco que vivió en la pequeña aldea de Drohobycz, Galitzia, y transformó su diminuto microcosmos en una epopeya literaria, contaba como protector en el gueto con un miembro de las SS que le había encomendado pintar unos murales en su casa y en el establo. Este oficial tenía, a su vez, dentro de la policía nacionalsocialista a un enemigo al que le había ganado una importante suma de dinero jugando a las cartas. Un día este último se encontró con el pobre Schulz en la calle y le pegó un tiro con el único propósito de hacer daño a su protector. Cuando los dos oficiales se vieron, el asesino le dijo a su compañero: «He matado a tu judío». Y el otro le replicó: «Muy bien. Ahora yo mataré al tuyo».

Grossman, del que acaba de publicarse una traducción al español de su novela La vida entera, cuenta en uno de los seis ensayos del libro Escribir en la oscuridad cómo durante un tiempo el espanto le mantuvo paralizado igual que si hubiera perdido las ganas de vivir en un mundo donde se permitían este tipo de cosas. No era la primera vez que le ocurría, después de que a los diez años hubiese relacionado los horrores del Holocausto con los personajes de Sholem Aleijem. Pero en esta ocasión, decidió que tenía que escribir un libro, Véase: amor, sobre la vida de aquel hombre al que mataron en el gueto de Drohobycz con la única excusa de hacer daño a quien supuestamente le protegía y sólo pidió como contrapartida cobrarse la vida humana de otro en las mismas y crueles circunstancias. Alguno de sus lectores le confesaron al autor que les había costado un gran dolor leer el episodio sobre Schulz y, otros, simplemente le dijeron que no habían podido hacerlo.

El dolor es una constante en la obra de Grossman: el esqueleto sobre el que construye su conmovedor cuerpo literario. Escribir le ayuda a aliviarlo. Las conferencias y comunicaciones incluidas en Escribir en la oscuridad tratan del Holocausto, de la formación del Estado de Israel, de la sensación permanente de catástrofe, del conflicto interminable de Oriente Próximo y de sus consecuencias, del fracaso de una sociedad condenada a vivir bajo la amenaza, de la agresión al otro y de la necesidad de comprenderlo. Al otro hay que conocerlo por dentro, dice Grossman, reflexionar sobre el enemigo. «No sólo odiarle o temerle. Considerarle como una persona, una sociedad o un pueblo, distinto de nosotros, de nuestros miedos, esperanzas y creencias, de nuestra forma de pensar, de nuestros intereses y heridas». Eso es lo que según el autor podría servir para modificar la realidad y ayudar a que el enemigo del pueblo de Israel deje, paulatinamente, de serlo para convertirse en un vecino. «Quiero aclarar que no estoy hablando de amar al enemigo, no puedo vanagloriarme de tan noble generosidad (cuando oigo esta frase, siempre me parece un poco sospechosa). Me refiero al esfuerzo real de intentar comprender al enemigo, sus móviles, su lógica interna, su visión del mundo y la historia que él mismo se cuenta», dijo en 2006 en el Congreso Nacional de Bibliotecarios de Tel Aviv, y quedó recogido en sus ensayos.

Grossman, que ha reclamado junto con los escritores Amos Oz y Abraham «Buli» Yehoshúa soluciones negociadas del problema palestino, redobló sus esfuerzos en favor de la paz desde la muerte de su hijo de veinte años, Uri, sargento de una unidad de tanques durante la segunda guerra del Líbano. En compañía de sus colegas, al mismo tiempo que ha criticado al gobierno de su país, también se ha dedicado a intentar que el mundo cristiano y musulmán, y los estados en los que de forma más o menos explícita impera el antisemitismo, modifiquen su deformada visión de Israel y el judaísmo.

A Grossman esta lucha le supuso, hace años, enfrentarse a José Saramago, cuando el Nobel después de una entrevista con Arafat, comparó la conquista israelí en Cisjordania con el genocidio ejecutado por los nazis contra los judíos. El escritor hebreo, que siempre se ha opuesto a la ocupación israelí de los territorios, mantuvo entonces que la comparación demostraba una carencia de empatía y mucha ignorancia histórica ya que Israel no defiende una ideología o una infraestructura para llevar a cabo un genocidio del pueblo palestino. Le respondió a Saramago que Israel estaba en Cisjordania, porque en 1967 cuatro ejércitos árabes intentaron destruir el país. Cuando le dijo todo esto, Saramago le acusó de hablar en nombre de los muertos. Y Grossman replicó que efectivamente había hablado con gente que ahora está muerta y que estaba seguro de que ellos no aceptarían esa clase de comparación.

No resulta fácil hablar de buenos y de malos en el conflicto palestino. No se trata de una película del salvaje Oeste, como dijo Amos Oz. Lo que ocurre tiene más bien que ver con una tragedia: un choque entre derecho y derecho, entre una reivindicación convincente, profunda y otra, distinta, que no es menos poderosa ni humana. Los palestinos no han sido aceptados por sus vecinos árabes y los judíos israelíes están en Israel porque no hay otro país en el mundo al que, como nación, puedan llamar hogar. Tendrían que acabar por entenderse. La pregunta es cuándo.