El lector contemporáneo ha aceptado hace tiempo el desmoronamiento de las jerarquías del gusto y la opinión, la decanonización y cierto neopopulismo: hay un eclecticismo del gusto, un rebajamiento de la exigencia artística y una pasión por lo light. Hay una nueva superficialidad: tendencias culturales huecas, falta de profundidad, cansancio de estilos puros. Como el mundo se ha vuelto ininteligible, nuestra ignorancia ya no es un lastre, sino que podemos asumirla sin rubor. De este hecho se deriva una incredulidad ante los grandes relatos que pretenden alcanzar una comprensión global del mundo. El mundo es demasiado complicado, variado e inabarcable para percibirse sincrónica y simultáneamente. La percepción de la totalidad sólo puede hacerse a través del fractal, que refleja el Zeitgeist.

La intelligentsia literaria parece empeñada, hará ya pronto un siglo, desde la publicación del Ulises de Joyce y su razonable consideración como el non plus ultra de la modernidad, en enterrar la novela. Obstinadamente, cada generación de egresados de las más prestigiosas universidades literarias derrama sobre el ancho mundo de la crítica su particular visión del fin de la novela y, con él, de un modo de asomarse al mundo, tan antiguo, por lo menos, como Rabelais. Pero por motivos que seguramente poseen ya una razón inextricablemente unida a la historia cultural del Homo sapiens, la siempre agonizante novela resucita como un Lázaro al que ya no se espera, para entregarnos, año tras año, algún fruto mayúsculo que nos invita a pensar que, mal que le pese al think tank de turno, el siglo XXI tendrá su Guerra y paz, tendrá su Moby Dick y tendrá su Educación sentimental. De hecho, es plausible pensar que llevamos leyendo esos libros hace tiempo, acaso sin darnos cuenta de que no hacemos otra cosa que embriagarnos con el viejo y arrebatador vino de la gran literatura servido en el odre nuevo de la época que nos toca conjurar.

La vida entera, la última novela del escritor israelí David Grossman, un texto que pertenece por derecho propio a esta imperecedera tradición, esconde una venturosa tautología. No es fácil deducir de qué tratan El astillero, ¡Absalón, Absalón! o El ángel que nos mira atendiendo exclusivamente a su título, pero el escogido por Grossman para su obra maestra es diáfano como un curso de agua. «La vida entera» es una novela sobre la vida entera; es decir, sobre el amor, sobre el tiempo y sobre la muerte, sobre los eternos temas a los que el hombre, tan plástico en su comportamiento y tan mutante en sus modas, se aferra sin embargo de forma monolítica. Como dejó escrito aquel sabio de quien este año celebramos los cincuenta años de su muerte, Albert Camus: «Una obra de hombre no es otra cosa que una larga marcha para volver a encontrar, por los meandros del arte, las dos o tres grandes imágenes a las que el corazón se abrió por primera vez». Y la novela, a lo largo de su ya centenaria historia, ha sido el recipiente por antonomasia en el que se han contenido esas «dos o tres grandes imágenes» pregnantes e insobornables, imposibles de obviar.

A menudo, los nombres en los que la vida decide encarnarse son cortos, muy cortos. Los cinco caracteres principales de «La vida entera» tienen nombres fáciles de recordar, como son fáciles de recordar la palabra «luz», la palabra «mar» o la palabra «pan». La esposa y madre, protagonista central y corazón del libro, se llama Ora; los cuatro hombres que la rodean se llaman, respectivamente, Ilan, Abram, Adam y Ofer. Ora, Ilan y Abram se conocen desde hace más de treinta años, desde los tiempos de la Guerra de los Seis Días que enfrentó en 1967 a Israel contra una coalición egipcia, jordana, iraquí y siria.

Los tres juntos han transitado por el amor, la separación, la piedad, el desprecio, la miseria y el heroísmo. Ora tiene un hijo de Ilan, Adam, y otro de Abram, Ofer. E Ilan y Abram no sólo aman apasionadamente a Ora, sino que son los mejores amigos del mundo el uno para el otro, aunque en el momento en que la novela se traslada al Estado hebreo contemporáneo llevan nada menos que veintiún años sin verse. Esos veintiún años y todo lo que contienen son el recipiente que Ora intentará llenar a través de la palabra, narrando arrebatada y desesperadamente, porque sólo la literatura puede dar fe de la vida entera, porque la vida entera sólo es comprensible como relato, como pasado, es decir, como novela, porque la experiencia de lo vivido sólo cabe y se explica en el discurso de una mujer que ama a dos hombres distintos y a los hijos que de ellos ha tenido, cuatro varones que son otras tantas manifestaciones de su ser y a los cuales sólo puede salvar hablando, diciendo, contando el mundo y de paso contándose a sí misma, empeñada en la tarea supersticiosa pero extraordinariamente noble de creer que, mientras una mujer recuerda, ningún mal acechará a los hombres que la pertenecen.

Como lectores, por muy cínicos, irónicos y resabiados que nos pretendamos a esta altura de la historia de la literatura y de nuestras propias convicciones como degustadores de arte, la novela de Grossman nos sitúa, inmisericordemente, ante dos límites: el primero es el que Coetzee, hablando de Tolstói, denomina «la autoridad narrativa». Como el escritor sudafricano sugiere en su obra Diario de un mal año, «en la novela, la voz que pronuncia la primera frase, luego la segunda y así sucesivamente -llamémosla la voz del narrador- no tiene, de entrada, ninguna autoridad. La autoridad», nos recuerda Coetzee, y es ahí donde invoca la gigantesca estatura de Tolstói, «es preciso ganársela». Ora, la voz de Grossman en la novela, se gana esa autoridad frase a frase, párrafo a párrafo, página a página, con una intensidad difícil de parangonar en la literatura presente. La segunda certeza que el lector asume durante la lectura de «La vida entera» es que para ser un gran novelista hay que haber vivido mucho, hay que haber visto mucho, hay que haber callado mucho, hay que haber destilado amor, odio, admiración, rencor, gracia y desprecio en generosas proporciones.

Grossman, que además de un escritor extraordinario es un padre que perdió a su hijo menor, Uri, en la segunda guerra del Líbano, logra que el drama de su vida íntima, real, ilumine pero no aplaste la singularidad de la vida ficticia de sus protagonistas. «Aprende a hablar sin autoridad», nos recuerda Coetzee citando a otro monstruo de la literatura, Søren Kierkegaard, pues esa será la forma más segura de imponer tu autoridad: la moral, la estética, la creadora. Esa grandeza, esa otra autoridad que se impone sin retórica, no resulta menos fascinante que la primera. Y Grossman, en estado de gracia, logra en esta inmensa novela devolvernos un dolor innegociable, el suyo propio, para convertirlo en dolor universal, el mismo que desde el sacrificio de Abraham y la muerte de Héctor ha convocado algunas de las páginas más memorables de nuestra ya antigua cultura. Y el mismo que, acaso, sólo la novela, esa enorme máquina de discernimiento y reparación, logra iluminar y aliviar desde hace ya siglos.