En «La patria azul ya nena» -el acrílico que Rodolfo Pico ha elegido como portada del catálogo de su nueva individual en su villa natal, Luarca- el pintor parece refundar un lugar mítico, a la medida exacta de sus recuerdos. El viaducto, el Ayuntamiento, las palmeras, el faro y la ermita de La Atalaya, el perfil costero, el puerto se yuxtaponen en una geografía abstraída y después pintada con el orden privado en el que las cosas y las experiencias se estilizan y se recombinan en la memoria. Y mucho de eso -de memoria, de recapitulación personal de su trayectoria reciente- tienen las obras que Pico expone hasta finales de mes en la sala de exposiciones Álvaro Delgado, aunque en ella también haya novedades tan reseñables como el salto de las dos a las tres dimensiones a través de varias pequeñas construcciones y esculturas.

Bajo el título «Rodolfo Pico, Luarca 2010», la exposición ofrece un nuevo viaje a través de un universo perfectamente reconocible, pero en el que cada recorrido depara distintas escalas, paisajes y sorpresas. Al fin y al cabo, el propio pintor -y ahora también escultor o quizá más exactamente «constructor» de deliciosos juguetes conceptuales- describe su trabajo como la celebración plástica «de una serie de fidelidades, de amores de siempre hacia una serie de cosas».

Y, en efecto, en Luarca están el Principito; las casas vigiladas desde fuera o vueltas del revés con toda su intimidad y sus naturalezas vivas y muertas a la vista, los relojes, las siluetas de seres humanos escuetos y solitarios; los árboles; los barcos y los viajes de ida y vuelta; las pajaritas, las ciudades, los pentagramas y los gatos. Pico pertenece a esa clase de artistas capaces de partir de un vocabulario iconográfico perfectamente definido, pero que es capaz de recombinarlo, modulando su lenguaje plástico, en un número aparentemente ilimitado de historias.

Historias personales que se sobreponen a otras historias de siempre: contadas -el «Sísifo» dispuesto a cargar con el tiempo cuesta arriba; la tradición infantil («Caperucita feroz»); el cine negro («Triste, solitario y?»)- o pintadas: Magritte, Torres García, los grandes ilustradores publicitarios? Pico les aplica su memoria, su ironía y un ingenio tan agudo como melancólico para construir obras llenas «de poesía, de humor, de trampas visuales para espectadores incautos, de fábulas sin moraleja o con contramoraleja». Esa misma temperatura lírica y lúdica está en sus novedosas piezas en madera: la mordaz «Homenaje al adquirido», la festiva «Guitarra de Isla Dyango» o la «Valija para un ángel nómada», en la que se acerca a la poética surrealista del objeto imposible.

A todo ello le ayuda también en esta ocasión su variada formación artística, que cada vez aparece más sintetizada en lo que -como recuerda Ann Sophie Grohman en el catálogo- el propio pintor ha descrito como «pop lírico». Formas y colores limpios y planos, dibujados con precisión e impacto gráfico y narrativo que evocan el paso de Pico por el cómic o la publicidad, pero que se resuelven en la construcción de un gran retablo en el que se rinde culto a «una religiosidad panteísta, pagana» en la que la infancia, la memoria, el color y la poesía son dioses mayores.