Hace tres años, en Papeles que engendran color, una de las últimas exposiciones de la benemérita y ya extinta galería Durero, Reyes Díaz Blanco abría su obra a nuevos territorios. Sin perder nada del aliento lírico, la ligereza formal y el apego hacia los materiales cotidianos que habían dado forma a su obra más característica, la pintora gijonesa se entregaba a un nuevo juego plástico más desenvuelto y experimental basado, tanto en el concepto como en la ejecución, en el collage, el ensamblaje de materiales muy diversos, principalmente fotografías y documentos de todo tipo rescatados a menudo de los viejos baúles familiares. Desde el sueño profundo de las cosas, la monográfica que desde hoy expone en Gema Llamazares, amplía y lleva a cotas más hondas las perspectivas que la autora desbrozó entonces.

En esencia, lo que Reyes Díaz Blanco hace con esas cosas que duermen profundamente es despertarlas y ponerlas a conversar entre ellas. Aunque no cueste nada estirar un poco el símil y considerar si no las está haciendo regresar del más profundo de los sueños: si no las resucita, e incluso puede que de algún modo les otorgue un cierto tipo de redención, por cuanto no regresan a su vida anterior sino a una totalmente nueva; un nuevo contexto que las carga de un sentido del que carecían en su existencia previa. Lo cual también justifica el recurso al collage, literal o pintado, más allá del entusiasmo experimental y constructivo que impregnaba buena parte de la obra de 2007, tal y como se anticipaba ya entonces en óleos como «Hojas y hojas en blanco», recuperado a modo puente entre aquella exposición y esta.

Lo que no ha cambiado es el modo en que Reyes Díaz Blanco pinta desde la sensibilidad más extremada hacia las señales apenas perceptibles que emiten los seres y las situaciones comunes desde lo más recóndito de su existencia; pero ahora parece más que nunca hacerlo desde la plena conciencia de la fragilidad, la contingencia, la aleatoriedad de sus relaciones y sus significados. La realidad, o las realidades a partir de las cuales ensambla estas composiciones tan densamente alegóricas a pesar de la liviandad de su hechura, proceden del propio recuerdo, de los restos de vida que puede llegar a preservar una fotografía o, al revés, de la permanencia más que humana que puede alcanzar una figura pintada, no obstante, por manos humanas.

Así sucede con dos de las tres prostitutas del albaceteño «Alto de la Villa» fotografiadas por Luis Escobar en una imagen antológica de 1928. Retratada ahora en solitario, una de ellas se transforma en una «Mujer vulnerable a la suerte», echadora de cartas que parece escrutar en los naipes lo que las estrellas del fondo nocturno no pueden desvelar aún porque son sólo intemperie. Otra enfrenta su «Rostro humano (demasiado humano)» a la simetría sobrenatural del «Rostro de arcángel» copiado de Jaume Huguet, cuya serena frontalidad aún gótica emana de un orden sobrehumano, pero también inhumano. Otro ángel -este expatriado de la «Madonna de Senigallia» de Piero della Francesca a un terreno que es pura construcción plástica-, custodia en «Guardián de qué» un espacio rigurosamente vedado. Que quizá conduzca a la misma intemperie oscura de «Mujer vulnerable a la suerte», o incluso la oscuridad definitiva de la vanitas «Calavera, estrella y luna roja».

Pero la recontextualización de esos fragmentos no sólo afecta a objetos externos y obras ajenas. También la propia pintura de Reyes Díaz Blanco acaba integrándose en estructuras más amplias que las cargan de un simbolismo inédito, como la impenetrable masa verde que podría haber sido un cuadro por sí misma en otra etapa de la pintora, pero que en ésta ha acabado siendo el centro generatriz de Debutante, jardín frondoso. Lo mismo vale para Milwaukee, con la fuga de planos de representación que se alinean en una vertiginosa «mise en abîme» de interiores y exteriores que se extiende hasta la realidad del espectador, atrapado igual que a la mujer que mira el falso afuera de un paisaje nevado desde el interior del lienzo.

Debutantes asustadas, prostitutas que sonríen bajo su esclavitud, niñas que no sobrevivirán a su pubertad: siempre mujeres, en el mundo de Reyes Díaz Blanco. Las que pueblan estos mundos quebradizos que dejan ver sus junturas son emblemas de la precariedad del ser humano y, por extensión, de todas las cosas ante el azar, la caducidad, la muerte y el olvido. Transitorias pero bellas, reconstruidas a partir de fragmentos, como el ave de tangram de Pájaro de la noche. O fantasmas que hilan un discurso reuniendo balbuceos sobre la güija del lienzo, invocados por la pintora, «médium», escribe Reyes Díaz Blanco, «de algo que no ve pero que intenta materializar, sacando a la luz lo que está oculto».

La exposición se completa con un retablo de papeles que combinan collage y gouache con espíritu igualmente poético pero más liviano y experimental, y una serie de exquisitos dibujos ejecutados con lápices de color sobre papel negro.