Con las obras que realizó para la exposición colectiva «Entre arte II» celebrada en el 2006 en el palacio de Revillagigedo, iniciaba José Paredes una nueva etapa, para su pintura superadora en lo temático, pero también en el mejor aprovechamiento de los valores plásticos, de la muy dilatada y característica época de obras creadas en torno a su personal y fantástico universo «metafísico», aquel de desolados y robotizados planetas. Esa interesante evolución en el curso de la cual su obra se ha enriquecido muy considerablemente, pasa por un acercamiento a la Naturaleza pero a través de una identificación con los presupuestos intelectuales y formales que reivindicó el simbolismo clásico, por otra parte a la medida de este artista tan proteico, caracterizado por la subjetividad y la fantasía libremente expresada y su capacidad para representar mundos imaginarios, entre lo mágico y lo mítico, desde una reconocida inventiva plástica.

Es verdad, por otra parte, que puede resultar algo desconcertante la coincidencia actual de dos exposiciones de José Paredes caracterizadas por una misma deriva conceptual que plantea el compromiso o sensibilización ante los problemas del deterioro del medio ambiente. Una es Olimpo de coprógrafos» en el Museo de Bellas Artes» de la que ya nos ocupamos aquí, y otra ésta de «Secretos sumergidos» en Cornión. En el texto del catálogo de esta última subraya y resume Luis Feas muy ingeniosamente esta coincidencia: «De coprógrafo a inspector de alcantarillas», puesto que pasa de utilizar restos oxidados de latas, casquillos de bombillas y otros desperdicios para ornamentar su galería de retratos de personajes seductoramente grotescos, en el primer caso, a pintar paisajes submarinos en aguas residuales en el segundo.

Digo que resulta desconcertante esta actitud de denuncia de la generación ambiental porque resulta contradictoria con el esteticismo de las propias pinturas, lo que nos autoriza a verlas como una paradoja o una ironía. Con el mismo poético refinamiento con el que José Paredes recicló la chatarra transformada en exquisita materia plástica para manufacturar sus carnavalescos retratos, actúa ahora depurando las «aguas inmundas» con los seductores efectos de un lenguaje pictórico preciosista en la complejidad del color y en la construcción y el dibujo de la forma, una versión de enfermiza belleza, una manera de ver «las flores del mal» -por cierto, así tituló una de sus cuadros en «Entre arte II»- de tan obvia filiación literaria y plástica en el ideario simbolista.

Un mundo acuoso y flotante sugestivamente intenso en sus verdes, azules y rojos profundos, luminoso y sensual en la interpretación de la densidad de las aguas turbias, se configura en lecho submarino de materia orgánica en descomposición, como muertos y marchitos nenúfares de Monet. En ese viscoso medio putrescente proliferan junto a hierros retorcidos seres orgánicos de muy distinta condición, vegetales unos y en otros casos organismos animales fabulosos; larvas de extraña morfología que en alguno de los cuadros recuerdan a los que pintara el surrealista -expresionista abstracto Arshile Gorky y que Bretón llamaba híbridos. Toda una mítica iconografía esta biodiversidad de especies que se arraciman en misteriosos volúmenes o pululan grácilmente en el fantástico y lírico caldo de cultivo morbífico-plástico que José Paredes ha creado con tanta eficacia decorativa como enjundia pictórica.