Si ante un hipotético apocalipsis cultural sólo pudiera salvar la obra de un escritor, no lo dudaría. Salvaría la de Faulkner. Aunque ni su mundo ni su tiempo son los míos, y aunque no comparto muchas de sus convicciones acerca de la naturaleza humana, ningún otro escritor me ha regalado tanta belleza y ante ningún otro escritor he experimentado con tanta intensidad esa impagable sensación que es la gratitud. Creo, además, que ninguna obra como la suya sirve para expresar qué misterio, qué verdad y qué grandeza se esconden en la decisión, siempre solitaria y en realidad desesperada, de intentar descifrar la vida mediante la literatura.

Si Spinoza es, según Bertrand Russell, el filósofo de los filósofos, seguramente Faulkner sea el escritor de los escritores. La nómina de faulknerianos es tan vasta y meritoria que a menudo experimento vergüenza por pretender sumarme a ella. No en vano, Onetti decía que hay páginas de Faulkner ante las que sólo cabe el silencio: el silencio de la admiración y el silencio de la propia escritura, si el lector es además escritor. Pero uno, que es tozudo y no tiene demasiados ídolos literarios, persevera en la expresión de su afecto. Parafraseando a Luis XV, après Faulkner, le déluge.

Al tiempo que la admiración, nada existe tan humano como observar al genio cuando su talla era sólo humana. La reedición por Alfabia de Mosquitos, la segunda novela de Faulkner, en traducción del escritor zaragozano Daniel Gascón, sirve para comprobar cómo se va fraguando en el taller del talento el esplendor de la obra futura. Publicada en 1927, dos años antes del crack bursátil y de la aparición de Sartoris, la novela que precederá a la década más fructífera de la creación faulkneriana, esa que entre 1930 y 1940 nos regalará, una detrás de otra, desde El ruido y la furia hasta El villorrio, un puñado de obras maestras de la literatura universal, Mosquitos es una novela excéntrica en el grueso de la producción de Faulkner, pues su universo, como el de Paga de soldado, su debut en la ficción, es deliberadamente contemporáneo, y ajeno desde esa óptica al cronomapa en que el padre de los Compson y los Snopes hallará su material de privilegio: el Sur agotado pero infinito, vencido pero a la vez indestructible, que emana de la guerra civil americana.

Mosquitos, en realidad un vodevil a propósito de la jet set de la Nueva Orleans de 1925, esconde, además, un curioso roman à clef, en el que el lector avisado tendrá ocasión de descubrir, bajo el nombre de Dawson Fairchild, nada menos que a Sherwood Anderson, el mentor de aquel joven borrachín, fogoso y un tanto petulante al que dio sus primeros consejos, quizás sin sospechar no sólo que un día ese muchacho aguerrido y voluntarioso escribiría su necrológica, sino que se acabaría convirtiendo, por derecho propio, en la potestad más fulgurante de la historia de la literatura en lengua inglesa desde otro lejano, lejanísimo William, apellidado Shakespeare.