El peruano Eduardo Chirinos (Lima, 1960) obtuvo el XII premio Generación del 27 de poesía, convocado en Málaga, con este libro a veces disperso y ligado con la hábil ordenación de poemas de difícil encaje, donde resaltan varias piezas que en principio excusan al poemario de la tarea única de encontrar su elocuencia global. El propio poeta destaca esa llamada del sentido, como en la vida: «uno espera que los círculos/ se cierren. Una noche sin dormir puede ser/ la clave, un simple descuido y todo empieza/ a encajar: el azul se reconcilia con el rojo» (pág. 47).

Las tres partes del conjunto dibujan una sombra de linealidad, desde la búsqueda de las fuentes y razones de la inspiración (la sección «Pabellones comidos por la niebla»); el esbozo de una poética personal («La misteriosa costumbre del frío»), que es el bloque más brillante; hasta, en «Su terca y vacilante redondez», el ejercicio de la memoria poética como redención del mal chiste de la vida, del frío, la orfandad y el silencio.

Si intenta provocar ritmos esquivos, la primera parte se desliza en cambio hacia un clamoroso prosaísmo que se quiere salvar con encabalgamientos que nada aportan, a no ser prescindibles matices de sentido. Pero deja el tono abierto y, aquí sí, elevado con el poema que da título al conjunto, una onírica alegoría infantil sobre el sentimiento de amenaza como recelo a participar en el juego: como condición de la escritura. Entre tributos a Eugénio de Andrade, Nino Júdice o Pacheco (sin, por otra parte, la ambición de su frase, el verso feliz que justifica o disimula por sí solo un poema) la segunda parte deja varios de los mejores poemas: el lastre de una biografía que se niega a ser literatura y que no merece decirse, sino verse en sus síntomas, «cosas/ más bien simples: manos, cabellos, gotas» (pág. 36). De aquí, la resistencia a hablar de sentimientos o nombrar la experiencia: «Decir es la forma más absoluta de negarse» (pág. 34). La última sección cierra los círculos, abre y despierta el sentido: sobre el pudoroso fondo de la crisis de la mediana edad, la huida de lo sublime y de la engañosa claridad; la sombra y la línea frente al color y la mancha. Así en las magistrales sinestesias de «Noche sin dormir», en el delicado «Las persianas y los ángeles», o en «Una sombra para cada uno», el, vaya, nostálgico auto-homenaje a los Stones (todos fuimos el sexto de la banda, y tocamos instrumentos de aire). Sin ironía ni doblez, es un libro cuyo buscado mérito es que se empieza a leer una vez cerrado, como la canción infantil que sólo ahora escuchamos.