«Tuve que viajar, distraer los encantamientos reunidos en mi cerebro», afirmaba Arthur Rimbaud en Una temporada en el infierno. Un impulso parecido debe estar detrás de cada uno de estos tres libros publicados por pequeñas editoriales, esas resistentes que enriquecen nuestro panorama cultural permitiéndonos ponernos a resguardo de tanta operación de marketing como inunda mesas de novedades y anega escaparates de librerías.

Visiones de Asia consta de dos partes, la primera es un viaje de reconocimiento por la seca, ilimitada y estéril estepa entre Rusia, Mongolia y China -la tierra de Tuvá- en busca de chamanes que poder mostrarles a un grupo de jubilados norteamericanos. La segunda se ocupa de recordarnos la peripecia vital de Alejandro Magno poniendo especial hincapié en el proceso de transformación que aquel macedonio discípulo de Aristóteles sufrió en Asia: «Alejandro penetró en Asia para castigar de manera ejemplar a Beso, más pérfido que peligroso, pero fue él quien cayó en la trampa. Asia resultó ser despiadada y enorme». Vasili Golovánov juega en estas páginas con el contraste entre el vacío de Asia y la sobrecarga cultural de Europa, con lo que va de la belleza natural e intocada de la primera a la manufacturada y aquejada de horror al vacío de la segunda. Cuando el autor vuelve a casa creyendo haber encontrado el Mordor de Tolkien, enseña sus fotografías a algunos amigos urbanitas y enamorados de la cultura griega con el resultado de que «ellos no percibieron la belleza de Asia como tal belleza. No comprendieron el espacio ni el tiempo sin abrir como valores en sí mismos. Al contrario, solo el tiempo hecho realidad, fijado (y la mejor manera de conseguirlo es a través de la escritura y de la arquitectura) tenía sentido para ellos». Sin embargo, sí percibirá esa belleza quien abra este libro capaz de moverse con sencillez periodística por un mundo inabarcable que va del «Alejandro Magno» de Oliver Stone a la figura del barón Román Fiódorovich von Ungern-Sternberg, noble europeo, budista de tercera generación, antibolchevique, aventurero y militar conquistador que en 1921 fue nombrado dictador y distinguido con el título de «Khan de la Guerra» en Mongolia, antes de ser abandonado por sus propias tropas y terminar fusilado por los soviéticos ese mismo año.

De Asia y de casi todo el mundo conocido nos deja estampas Verónica Aranda en su Postal de olvido, poemario de viajar y sentir en el que la joven autora (Madrid, 1982) da cuenta de su infatigable peregrinar por el mundo: de Oaxaca a Bagdad, de El Cairo a Oslo, de Andalucía a Castilla, de Cuba a Ceilán, de Madrid a Tánger. Lo hace con estampas descriptivas que no pretenden ser más que eso, destellos del viaje, postales, desenvueltas casi siempre con sencillez resultona y bella: «Bruselas. Fin de siglo. / Desde el salón se oían los pianos / todas las tardes de la adolescencia. / Una calle asfaltada / sobre el viejo trazado del tranvía, / y los libros de alquimia prediciendo / aquella sobriedad de los tapices»; «Mi bisabuelo posa con uniforme a rayas / en un estudio de Pinar del Río. / Tiene aquel gesto grave del recién reclutado / que siempre había pensado que la patria / se almacenaba entre la naftalina / de las casullas nazareno y oro / o en la tarde de sol de un patio de cuadrillas, / hasta que en el embarque / los labios del sargento se llenaron altivos / con la palabra España»; y cayendo alguna vez, como en «Sudáfrica», en cierta inanidad: «Acacias, la sabana. / El paso de gacelas / poco antes de la lluvia».

«Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos», cuenta Francisco Alba que leyó Petrarca de San Agustín al llegar a la cumbre del pico Ventoso, en Provenza. De viajes, de sabiduría científica, filosófica y literaria está repleto Contra el ruido, cajón de sastre, almoneda de piezas brillantes que se puede abrir por cualquier parte con la certeza de que de su lectura saldremos algo más sabios. Aquí Jan Palach -un joven estudiante checo que se quemó a lo bonzo tras la primavera del 68 en la que el mundo dejó a Praga abandonada- se da de bruces con Giorgio de Chirico, Góngora, Montaigne o Luis Buñuel; Clara Immerwahr, la malograda mujer de Fritz Haber, inventor de las armas químicas, se mezcla con Pascal, Vincent Van Gogh, Kafka, Goethe, Wittgenstein o Bertrand Russell; los orígenes del Cristianismo con la eterna cultura alemana caminando hacia la barbarie del nazismo. Alba pasa la Viena de los valses por el filtro nihilista de Michael Haneke y Thomas Bernhard, y habla de habitantes de la ciudad tan egregios como el alcalde Karl Lueger, «antisemita y ejecutor de la política racial, un precursor del nazismo» al que Hitler rindió tributo en Mi lucha; París se puede entrever como telón de fondo de las tumbas ilustres de Montparnasse; Venecia se pasea en tres días con tal viveza y frescura que se diría que quien la describe la ha vivido durante años; Arlés, más allá de Van Gogh, enseña sus ruinas romanas. Hay en este libro todo eso y una infinidad más de minucias, entretenimientos y descubrimientos, a veces tintados de desengañada ironía: «Frege es uno de los genios del siglo XX, el principal fundador de la lógica moderna, una disciplina que cuenta con muchísimos seguidores en España, especialmente entre los políticos, los empresarios y los periodistas». Contra el ruido se cierra con un puñado de aforismos. Tributo a Nietzsche, Lichtenberg o Chanfort, algunos son realmente chocantes: «Sueño dulce y recurrente: le hago la autopsia a Bono, el cantante de U2»; otros inteligentemente feroces: «Qué semejanza ostenta San Pedro de Roma con la sede central de un gran banco. La misma solidez, la misma magnificencia, el mismo esplendor. Dios es solvente y Emilio Botín-Sanz de Sautuola es su profeta».