La luz como color o como energía, incluso como aura, en aquella exposición de resplandores del Museo Barjola en 2004, siempre ha sido elemento fundamental en la creación plástica de Paco Fernández. Y luego otro elemento que también la define es el instinto o necesidad de lo constructivo del que ha dado tantas hermosas e intensas muestras con sus maderas encontradas, pintadas y ensambladas, afanándose con ellas en geometrizar líricamente la naturaleza con sus arquitecturas pictóricas en segmentación y superposición de planos, estructuras volumétricas en diálogo entre la representación figurativa, casi siempre luminosas evocaciones del mar, y la construcción formal. Un instinto que también se satisface con la manipulación de papeles y cartones y otras materias, en piezas menos coloristas y seductoras por la modestia de materiales y economía de medios expresivos pero que, sean o no ejercicios de estilo y búsqueda de posibilidades de composición poseen un intrigante y subyugador atractivo plástico.

Algún ejemplo hay de todo esto en su actual exposición, como también de otro entendimiento de la luz, las pinturas del lirismo místico y frío, claridades cercanas a la monocromía, posminimalistas y de reflexiva infinitud en lo conceptual. Pero lo que verdaderamente protagoniza, espectacularmente, la muestra es sin duda esa abstracción de impresiones que la da título, Tánger, y que, tras el adelanto de algunas piezas en la planta superior, convierte la planta baja en espacio teatralizado, inmersión en ambiente de zoco norteafricano conseguido con franjas de color que asumen la energía cromática de Guerrero, la sensualidad decorativista matissiana y el temblor expresivo de las rayas de Scully.

Homenaje y recuerdo de Tánger, sí, el Marruecos que fascinara a tantos escritores norteamericanos y europeos, y desde luego a pintores, desde Delacroix o Matisse a Klee, de quien por cierto decían los nativos que les recordaba a un árabe, lo que si bien se mira también sucede con Paco Fernández quien, en todo caso, se sintió estética y sentimentalmente unido a aquellas tierras y eso determinó el andamiaje existencial y el desencadenante de un proceso creativo que busca la equivalencia pictórica evocadora de su experiencia en este luminoso ambiente, conformado en franjas que recuerdan los multicoloristas tejidos norteafricanos, alfombras, tiendas y lienzos que inspiraron a los artistas europeos y, de otra manera, a los americanos del pattern art. Bandas de color que se perciben como un todo homogéneo ambiental pero que están personalizadas y dinamizadas por irregularidades, veladuras, trazos superpuestos y confluencias de color, efectos deliberadamente expresivos que le prestan su encanto y razón de ser artístico. Es en cierto modo «indigenista» del arte de Paco Fernández en cuanto a su permeabilidad y capacidad de mimetismo con la naturaleza y la cultura de lo que le rodea y que luego se manifiesta en su obra.

Cito aparte dos obras que me intrigaron. Una, especialmente sugestiva, es un relieve mural integrado por volúmenes cilíndricos, tubos de cartón de diferentes tamaños y grosores y variaciones de posición, pintados de distintos colores, cuestiones éstas que es importante considerar porque la pieza recibe su ritmo, su tensión y su atractivo precisamente de la discontinuidad compositiva y de las relaciones de formra y color entre los elementos que la constituyen; es una obra que concentra energía y que según se la mira adquiere monumentalidad y sentido totémico. La otra obra, la «table sculpture», la mesa-tabla, enigmática maqueta como de escenario de ideas cuyo complejo y hermético lenguaje me temo no haber logrado descifrar. Como se ve, hay mucho que ver en esta exposición.