Como el azogue. Con la misma plástica fluidez del mercurio que designa esta hermosa palabra en trance de olvidarse; con la misma inquietud constante que denota la expresión popular «tener azogue» o «estar azogado»; con la misma voluntad de convertir una superficie en un espejo mediante su imprimación con metal líquido: de esa manera viene pintando José Arias (Gijón, 1953) desde que encontrase en los vertidos con acrílico, hace ya casi dos décadas, el método y el tema de una pintura empeñada no tanto en representar la naturaleza como en emularla, en ser naturaleza ella misma dentro de su paradójica condición de arte y artificio; y de esa manera -«Como el azogue»- ha titulado Arias, en consecuencia, la exposición individual con la que regresa, dos años después de «Luz de plata», a su galería habitual, Cornión.

El metal metafórico del título ha cambiado de lo argénteo de entonces a lo mercurial de ahora, pero permanencen numerosos elementos de continuidad entre aquella muestra y «Como el azogue». Para empezar, la luz misma como motivo central de unos cuadros que, según su autor, «no buscan reflejar una imagen definida tanto como la luz en sí misma, del mismo modo que la superficie del espejo, cubierta por el azogue, la refleja».

Bajo esa luz líquida y plateada se ocultan las armonías cromáticas de fondo que Arias derrama en un primer vertido, más vago y difuminado, sobre el que luego irá trabajando, entre el cálculo y el azar, para «sacar lo que hay detrás»: colores «normalmente fríos y oscuros: carmines, violetas, azules, algunos verdes o incluso naranjas» que, esta vez a base de lavados de pintura blanca y plata con algo de negro, revelan y a la vez dibujan con una precisión sin líneas casi milagrosa, los accidentes que Arias incorporó a su repertorio de recursos pictóricos en «Luz de plata»: deterioros, grietas, desescamaciones que configuran motivos vegetales, formas arbóreas que, «a posteriori», sugieren las especies botánicas («Alnus glutinosa», «Bétula péndula», «Araucaria», «Prunos espinosa») dan título a estos árboles solitarios o magras arboledas erguidas contra paisajes y climas húmedos, brumosos y siempre septentrionales, en las que el pintor ha buscado «un mayor afinamiento y determinación» y al tiempo «una mayor versatilidad» que en las formas vegetales de su muestra anterior.

No faltan tampoco los paisajes acuáticos -fluviales, marinos o atmosféricos- que constituyen la obra más personal y divulgada de Arias: charcas, marismas, reflejos en aguas someras que siguen asombrando por el modo en que simultáneamente cuestionan la representación y la logran con una verosimilitud que va mucho más allá de cualquier destreza. Pero, sobre todo, en «Como el azogue» destaca por su novedad y por la rotundidad de unas figuras que de algún modo remite a los orígenes del pintor, la serie que, con más exactitud que ironía, ha titulado «Naturaleza viva»: una colección de frutos cuya contundente presencia parece flotar en climas fantasmales y radiantes. La serie nace de la afición de Arias a los fogones, y constituye la primera producción de una nueva etapa en la que ha cambiado la sublime apertura de su paisajismo romántico por una suerte de paisajismo interior en el que la topografía y el clima es precisamente el de «los fogones, los fuegos encendidos, los pucheros, los vapores y el humo».

Mientras llega la ocasión de entrar en la cocina de este pintor que siempre ha defendido también pundonorosamente el valor de la otra «cocina», la del oficio de artista, quedan abiertos de par en par los espejos de «Como el azogue». Unos espejos pintados que, al final, reflejan en su superficie algo más que los motivos naturales a los que vuelve siempre quien confiesa «vivir en permanente acercamiento a la naturaleza como algo vivo, como quien forma parte de ella y la depreda respetuosamente mientras coge setas en el bosque o pesca en el río». Todo eso -agua, árboles, frutos, climas, luz- está en los espejos de Arias. Pero puede haber aún más.

Porque, de una parte, cabe jugar con la simbología alquímica del mercurio, el metal que -recuerda Cirlot-, «simboliza el inconsciente por su carácter fluido y dinámico», y también «el anhelo esencial del alquimista»: «transmutar la materia (y el espíritu) llevándolo de lo inferior a lo superior, de lo transitorio a lo estable». Y, de otra, sea o no pertinente esa lectura en clave simbólica y psicoanalítica, aquello que los cuadros especulares del pintor gijonés sí que devuelven en el fondo de su mercurio es sencillamente «el rostro de quien los está mirando». Son palabras del propio pintor: «Al final, las formas que hay en estos cuadros son sólo insinuaciones y sugerencias que tiene que terminar el propio espectador al ponerse ante ellas. Al hacerlo, al completar el cuadro de este modo, a quien está viendo en realidad es a sí mismo».