La escritura de Mariano Peyrou (1971), uno de los poetas españoles más sobresalientes del momento, busca presentar a la vez el poema, el objeto, y los mecanismos de su composición. Todo poema lleva implícita su poética, pero lo que Peyrou ambiciona es que esta última sea explícita; que la poética también sea poema y que, al leer, seamos tan conscientes del logro como del proceso. Uno de esos mecanismos es el borrado sistemático de texto accesorio, que tiene un papel protagonista en Temperatura voz, su quinto libro, un exitoso concentrado de experimentación y emoción montado sobre un juego de variaciones con los 14 versos y la disposición estrófica del soneto.

Como otros compañeros de promoción (hablo de edad, no de tendencia), como Marcos Canteli o Benito del Pliego, Peyrou está interesado en el rastro que deja en el poema el texto que se omite deliberadamente, casi siempre nexos lógicos, hilvanes, información prescindible. Pero su interés no se manifiesta tanto en lo que esa ausencia pueda querer decir como en su validación como recurso formal; en la operatividad que tiene lanzar el poema al aire sin tender antes una red para recoger los pedazos que se desprenden de él mientras se eleva. No se trata de que haya desapariciones en el texto porque la realidad también desaparece, porque se nos birla lo real (ese sería el caso, por ejemplo, de Antonio Méndez Rubio), sino de que es necesario que el poema pierda peso suavemente, sin explosionar, para saber por qué el poeta no entiende «lo que dice», pero entiende «que dice la verdad», cuando «trae todas las preguntas / desordenadas todas las respuestas». Lo afirma con rotundidad en la tercera parte del libro, titulada «Emergencia»: «hay que despejar primero / después interpretar» (pág. 44).

Partiendo de esa confianza ciega en la escritura como sistema de medición, como único método válido de calibrar ciertos sentimientos y emociones pendulares («a cada paso abatimiento y recuperación»), Peyrou se desliga completamente de la tímida discursividad que afloraba en su libro anterior, Estudio de lo visible (2007), y se propone tomar la temperatura al texto, calcular su grado de adecuación a la vida y el pensamiento: «viene todo converge / las partes del cuerpo los tiempos / verbales conceptos y sentidos». Lo más llamativo, sin embargo, es que la operación se realiza por contraste, sin tocar apenas (o haciéndolo de pasada), los elementos que nutren el poema, aislándolo de ellos y presentándolo como fruto exento, sin recipiente para las semillas: «viene desde todas las ideas / también las que no tuve», pero «está ahí mirando todo desde afuera de las ideas / y nadie lo ve» (pág. 39).

Además de la discursividad (obvio rastro del pensamiento), Peyrou también prescinde en su último libro de lo cotidiano (obvio rastro de vida), que hacía tan atractivo, por otras razones, «Estudio de lo visible». Lo cotidiano desaparece, no se nombra, pero su presencia se intuye en la forma de una peculiar escritura diarística, circunscrita casi siempre a la biografía del poema, al que se advierte: «te voy a torturar hasta que digas» (pág. 21). El poeta no reserva espacio para hablar del toma y daca de las relaciones de pareja, pero a veces no puede evitar dirigirse a su criatura como si fuera una amante o un hijo: «mi trabajo es mirarlo / pequeño ha recorrido las distancias enormes // ha pesado una balanza / ha pinchado un alfiler / ha acariciado una mano / ha dibujado una tiza» (pág. 39).

Deseosos de ser cosas que no rinden cuentas ni siquiera a su creador, los 37 poemas de Temperatura voz terminan por combinarse como si fueran partes de un objeto de forma imprecisa pero dotado de movilidad, juguetes verbales de 14 versos (salvo en dos casos) que parecen responder a la necesidad de su autor de actualizar (a través de Ullán) cierta retórica barroca y trasponerla al marco de la posmodernidad, con su idea al frente de que el desorden que produce la pérdida de energía (el texto que se omite pero deja huella) puede acabar creando un orden alternativo.