Un brote de roble plantado por la hija de Adolfo Manzano (Bárzana de Quirós, 1958) en un vivero instalado en una suerte de pequeño tendejón es el único vegetal que asoma en el jardín en que el artista ha transformado la sala Guillermina Caicoya. Y sin embargo, las esculturas de madera, dibujos e intervenciones visuales y sonoras que pueblan el extenso espacio de la galería, el espacio mismo y el espíritu que Manzano ha infundido en él -el «soplo de sensibilidad» que, según la tradición japonesa, debe habitar los ajardinamientos-, componen, inequívocamente, el recinto de un jardín, como japonesas son también las evocaciones de un título que recuerda poderosamente un «haiku»: «Pequeñas nubes en el cielo en el jardín susurros».

En su conjunto, la exposición constituye una gran instalación unitaria en la que, no obstante, cada pieza tiene pleno sentido estético y conceptual. Pero, del mismo modo que las partes del jardín se relacionan entre ellas para figurar, en su particularidad, algo mucho más universal -frecuentemente, un paisaje interior o exterior que es, a su vez, una representación del mundo e incluso del cosmos entero-, las esculturas y dibujos se entrelazan en un «hortus conclusus» que, para su autor, viene a componer una «metáfora de la propia vida». Esa es la clave que, desde una perspectiva profundamente poética, sustenta toda la exposición: «El jardín es un lugar donde todo hace que se manifieste el paso del tiempo, los ciclos de la naturaleza, la vida y la muerte, la renovación», comenta Manzano. «Pequeñas nubes en el cielo en el jardín susurros» se compone esencialmente de un conjunto de esculturas en madera de pino y abeto a las que en ocasiones se incorporan objetos cotidianos -un barreño de metal, una lámpara, un vivero, una lona, cuerdas- y pequeñas instalaciones hidráulicas o sonoras. A cada una de ellas aparecen asociados uno o varios sencillos y delicados dibujos a lápiz, que dialogan con las esculturas y que actúan también como elementos que invitan a la detención, la contemplación y la reflexión, demarcando un recorrido, exactamente igual que lo harían un ejemplar botánico, un seto decorado, un parterre o cualquier otro accidente de un jardín. Y, envolviéndolo todo, una intervención de una prodigiosa simplicidad y ligereza en el mayor muro de la sala: un gran dibujo a lápiz que sugiere los pliegues de unas sábanas tendidas al aire. Un emblema de la exposición de la privacidad «Personalmente, el jardín me evoca un espacio intermedio entre la casa y el exterior, entre lo privado y lo público. En el jardín, lo privado se hace público, y eso es lo que he querido representar en esas sábanas en el tendal; la exposición ante los ojos de todos de aquello que es más íntimo, aquello que cubrió nuestros cuerpos».

Cada una de las piezas invoca una dimensión distinta del tiempo que captura, o intenta capturar, el jardín. La estructura que acoge el pequeño brote de roble -emblema de la fragilidad de la vida- recuerda la presencia del sol y la luz mediante el reflejo de una lámpara en una cubierta metálica.

La escultura de un pájaro sustenta a otro pequeño pájaro: un altavoz que trina y que expresa la esencia del ajardinamiento como espacio sonoro. Una estructura surreal -una silla instalada sobre el tejado de un cobertizo- habla de los tiempos de la ensoñación y el duermevela que invaden a quien reposa en el jardín. Una fuente añade el imprescindible flujo del agua, sonido y tiempo líquido. La leñera, o el tiempo como previsión y acopio. Una construcción de casas flotantes inspiradas en un texto de Italo Calvino y contrapuestas sobre el dibujo de una lejana montaña introduce la perspectiva del exterior en el interior del huerto.

El máximo de intensidad poética se concentra, no obstante, en esculturas como las del caballo decapitado junto a una espada de juguete, abandonados ambos como la propia inocencia edénica en un rincón del jardín, y en la página en blanco titulada «Lluevo» y fechada el pasado 20 de abril: una plana en la que, en esa fecha, escribió la lluvia y en la que ya no queda rastro de ella.