«Estos son los dibujos de un caminante». Las palabras de Melquíades Álvarez (Gijón, 1956) son seguramente la manera más sencilla de describir lo que contiene «Caminos», título que designa a un exquisito libro editado por Trea, a la exposición del mismo título que acompañará su presentación, el próximo domingo a las 13 horas en el museo Evaristo Valle de Gijón y, ante todo, al destilado artístico de muchas horas de caminata receptiva. Una caminata que el pintor ha ido desplegando con sosiego tanto con sus pies como con sus manos -armadas del carboncillo y del carbón- y con su mente, que, finalmente, es el verdadero paisaje interior en el que se han ido acomodando y recreando -esta vez mediante la memoria consciente e inconsciente- sus singulares experiencias del caminante.

Los rastros de todas esas formas del tránsito se han concretado en una serie de cincuenta papeles en los que Melquíades Álvarez, fiel a la espiritualización del paisaje que unifica su obra, ha procurado «seguir el camino de su música secreta».

A esa música es a la que ha puesto oido atento por igual en lugares familiares y lejanos: marinas, bosques, reconocibles suburbios del Este gijonés, pueblos, aldeas, parques, cuyo rasgo común es el de aparecer hendidos por las marcas inconfundibles del discurrir humano. En unas ocasiones, el camino es una blanca ausencia de dibujo en el centro del dibujo; en otras, es apenas visible entre la maraña de los trazos que reproduce la maraña de las hierbas y el ramaje, o casi borrado por el adensamiento nocturno del carbón o el difumino de la bruma, la distancia o la nieve; en unos dibujos es sinuoso camino de montaña y en otros asfalto encharcado, puente o senda invisible, denunciada por la procesión de las figuras humanas que la recorren. Incluso cielo, como en el dibujo final, «Sin camino, los caminos», en el que el libre vuelo de un ave y su invisible trayectoria simbolizan la apertura de todas las rutas posibles.

Pero en todos los casos, el camino forma parte de un mismo simbolismo profundo («la práctica real y física del espacio insinuado y su fuga») y discurre por paisajes profundamente asimilados por quien los recorrió y después evocados con las licencias, las omisiones y las revelaciones que concede la memoria. El instrumento para transcribirla es un trazo que alterna el puro relampagueo nervioso con la trama más trabajada, la sombra apenas insinuada o la incisión en el papel, pero que en todos los casos funciona para su autor como «un directo registrador de la sismología del espíritu; una grafología del alma».

Por eso, en el preciso y hermoso texto con el que abre el libro, «Dibujos de un caminante», el pintor habla de «una mezcla de realismo y subjetivismo» ajustada la misma técnica que, por lo general, aplica el buen andariego: la de la deambulación y la exploración como fines en sí mismas. «Me he aproximado a la realización de los dibujos siguiendo el camino del tanteo», escribe Melquíades Álvarez; «Con pasos que avanzan y retroceden». Como en sus orígenes etimológicos el método acaba por ser el camino mismo, y el dibujo se convierte en la prolongación de la ruta por otros medios.

El vigor literario que muestra Álvarez en su texto tiene seguramente mucho que ver con las excelentes compañías que se ha procurado para estos itinerarios; empezando por la del poeta y ensayista gijonés Jordi Doce, que cierra la marcha con un inteligente texto titulado «Conjeturas, inminencias». En él, destaca precisamente «una actitud de búsqueda, de indagación, que sólo puede adjetivarse de espiritual», que Doce relaciona con tres tradiciones: la oriental, despojada y esencialista; la nórdica, de adscripción romántica y metafísica, y una tercera, vinculada «al modernismo tardío», sensible a «la poesía de la provincia» en la que se declara, también, inequívocamente la filiación gijonesa de Melquiades Álvarez.

Pero estos «Caminos» están además poblados de voces: excelentes compañías, conversaciones "in itinere" que explican la excelente forma literaria del pintor. Los dibujos aparecen encarados con textos transcritos de puño y letra por Melquiades Álvarez, de manera que se convierten en otro registro de su «grafología del alma». Desde los orientales Lao Zi, Bashó, Kobayashi o Soseki hasta contemporáneos como Antonio Colinas, Julio Llamazares; desde andariegos de la naturaleza como Thoreau o el asturiano José Ramón Lueje, hasta viajeros literarios como Cela, Handke o Sebald; y poetas -San Juan de la Cruz, Novalis, Yeats o Machado-, filósofos -Rousseau- e incluso ilustres compañeros de oficio, como Van Gogh.

Con todo, como apunta Jordi Doce, «Caminos» es al cabo «el álbum de un solitario»; la profesión de «un amor que persigue estar entre las cosas sin poseerlas»· y casi sin poseerse a sí mismo. Otro poeta, Vallejo, dibujó ese paisaje en su soneto más célebre: «Con todo mi camino, a verme solo».