Siempre me han admirado el esfuerzo de la ambición y cierta voluntad de exceso, de modo que me encantan las novelas que resultan imperfectas por absolutas, los escritores que apuntan tan alto y tan lejos en el itinerario de su prosa que por el camino pierden las alas y se rompen los zapatos, si bien alcanzan lugares que acaso no están en los mapas del sentido común. Sin duda ellos ven cosas que los demás, en el mejor de los casos, sólo podemos aspirar a leer.

Y allí se quedan, desnudos y en apnea, con los pies llagados y jubilosos en la extenuación, viviendo de la hipérbole de su voluntad y, como el barón Münchausen, destinados a arrancarse de la ciénaga sin fondo del fracaso mediante el expediente de agarrarse por la coleta de su fe en la literatura. En esa tarea muchos se han dejado el sueño, otros la salud y algunos incluso la vida. Pero benditos sean estos creadores de la desmesura en tiempos de plástico intelectual, donde las autopistas de la información han convertido la literatura en una práctica terapéutica. Y benditos sean porque algo sobrevive en ellos de Prometeo, el primer héroe humano, antorcha de toda inteligencia libre. Y porque algo de esa libertad llega aquí, al otro lado de la página, donde leemos sin tener que pagar el peaje del sufrimiento con que semejantes obras fueron escritas.

Cada literatura asume la épica de su territorio. El paisaje es una forja implacable que determina el carácter de sus gentes. Así, océano, desierto y frontera conforman los horizontes físicos, pero también éticos, que prohíjan la gigantomaquia del héroe americano, abyecto y a la vez sublime, implacable en su poder de fascinación y en su obstinación fáustica, solar y vengativo, voluntad a menudo suicida que, tras la lectura de la monumental País de sombras, la trilogía de Peter Matthiessen, halla nuevo cuerpo para ese espíritu atormentado que forja la grandeza de una nación cantada en el western, cifrada en el cine y sancionada por la mayor literatura del siglo veinte. Porque, en efecto, la vida de Edgar Artemas Watson satisface los cuatro adjetivos que D. H. Lawrence propuso para el alma americana -dura, solitaria, estoica y asesina-, y en las más de 1.100 páginas de su obra, Matthiessen procede a una exhumación siniestra aunque a la vez luminosa, siempre infatigable, de esta inolvidable creación con la que, según confesión propia, ha convivido durante treinta años, otra cifra de la desmesura que habla de una vocación en realidad monstruosa.

Claro que merece la pena, de vez en cuando, aceptar los retos de estas inteligencias audaces, capaces de dedicar tres décadas de su vida a un personaje de papel y humo, para sentir que, después de todo, el artista es, en realidad, el único ser vivo capaz de obrar el milagro de la transubstanciación y convertir el pan de la voluntad en la carne y la sangre de un símbolo perdurable. Tres hurras, pues, por la desmesura.