A Harold Acton (Florencia 1904-1994), diletante y miembro distinguido de la generación educada en Oxford inmediatamente después de la guerra, le dijeron algunos de sus amigos, aproximadamente la mitad, como él mismo cuenta, que titular su autobiografía Memorias de un esteta no era lo más aconsejable: «¡Cómo! ¿Uno de esos tipos desaliñados y melenudos de peculiar atuendo, que van por ahí ceceando la importancia del arte por el arte? Nada de eso». Se le habían ocurrido otros títulos pero, según él, brotaban todas las mañanas al desayunar y se marchitaban por las noches al acostarse, así que finalmente decidió pasar a la historia de los recuerdos como un esteta de vida agitada. La vida agitada de un cóctel, por supuesto. Además, tomando como principio la definición que él mismo emplea -«La pluralidad que integra lo universal: la forma, el color, la materia y cuanto le es afín, ya que todo ello apela directamente a la sensibilidad»- no se puede decir que Acton se equivocase al definirse como un esteta.

Pero ¿quién fue realmente Harold Acton? Por los libros que hacen referencia a él, sin necesidad de leer su autobiografía, sabremos que sir Harold era hijo de Arthur Acton y de Hortense Mitchell. Por sus memorias nos podremos enterar, además, de que su padre era británico, y su madre, estadounidense, y que su abuelo, Roger Acton, napolitano de nacimiento, había ido con su hermano a Inglaterra para reclamar sus derechos de súbditos después de la caída de los Borbones. Los Acton de Nápoles entroncan por lógica con la rama principal de la familia en Inglaterra: sir Harold sería uno de ellos.

Sin embargo, un estudioso de la dinastía no quiso saber nada del parentesco, ni hay referencia a los Acton en los títulos británicos de nobleza. Por ahí circula la leyenda de que un noble napolitano -suena un Rotschild- tuvo un romance con su cocinera, fruto del cual nació un niño, y que la empleada acabó largándose y pidió trabajo en el palacio Acton. El tiempo pasó, y el niño, al no tener padre visible, fue conocido como el bebé de los Acton. Creció despierto y llamó la atención de un rico americano, que lo adoptó y lo llevó a Chicago, donde se educó. En la plenitud de su vida se casó con la hija de un importante banquero. Según esta teoría, él sería el padre de sir Harold.

Sea como fuere, el caso es que Arthur Acton era un hombre muy astuto. No le sobraban los escrúpulos y utilizó la fortuna de su esposa para comprar bienes raíces en Florencia. Convirtió «Villa La Pietra», adquirida en el Quattrocento por el banquero Francesco Sassetti y años más tarde por la familia Caponi, en una espléndida residencia. Sus jardines forman parte de la Toscana mágica. En la actualidad la villa se utiliza para cursos de la Universidad de Nueva York. Los hijos de Arthur Acton, Harold y William, nacidos y criados en «Villa La Pietra», viajaron a Inglaterra para recibir educación en Eton y, después, en Oxford. El círculo de compañeros de escuela de Harold formaría parte desde entonces de su existencia: Eric Blair, más conocido por George Orwell; Henry Green, menos conocido por Henry Yorke, su nombre real; Evelyn Waugh, al que Acton influyó artísticamente; Cyril Connollly, Oliver Messei, Robert Byron y Brian Howard, su gran amigo y socio, poeta y periodista que publicaba en el semanario de izquierdas «New Statesman».

El grupo más íntimo se completaría más tarde con los Sitwell y Nancy Mitford, su amiga del alma, de la que escribió una preciosa memoria, que figura entre sus obras más destacadas junto a The last Medici, The soul's gymnasium and other stories, More memories of an aesthete, This chaos, The peach blossom fan, Florence: a travellers' companion y, sobre todo, The Bourbons of Naples, todas ellas inéditas, que yo sepa, en castellano. A los treinta años ya tenía publicados media docena de libros en prosa y en verso -de hecho, las memorias las escribió antes de cumplir los cuarenta-, pero no por ello había dejado de divertirse un solo momento, ni como esteta ni como condotiero, aunque este papel le pegaba mucho más a su hermano William, que había decidido ser, además de su sombra, jinete y espadachín, con una afición desmedida al alcohol y al éter.

Pero del mismo modo que por la interesante vida del diletante florentino-británico, homosexual no salido de un armario sino de un luminoso florero, desfilan personalidades afines, también circula por ella todo aquello que le contraría. Acton, por ejemplo, tenía por vaqueros a Hemingway y Ford Madox Ford, que, según él, acostumbraban a alardear de virilidad y a «pontificar entre grupos de malhumoradas mujeres». A Ezra Pound lo consideraba un «charlatán» insoportable. Gertrude Stein, en cambio, recibe un homenaje.

De espíritu muy refinado, pasó mucho tiempo entre Florencia y Posilipo (Nápoles), y de 1932 a 1939 vivió en China, sumergido en una «agradable civilización». Luego abandonó sus posesiones en Asia para unirse a la Royal Air Force. También tuvo la oportunidad de viajar por Estados Unidos, que, comparado con su jardín italiano, le pareció «un cruel aburrimiento». Del surrealismo de Los Ángeles y Hollywood escribió que se podía encontrar uno con cualquier cosa y que apenas le hubiera asombrado divisar el galope de un caballo sobre un piano. «El realismo quedaba reservado a las películas que allí se rodaban», escribió en sus estupendas memorias que publica Pre-Textos.