Las memorias de «Jock» Colville, secretario personal de Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial, y del mariscal Sir Alan Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial en el mismo periodo, abundan en imágenes poco elegantes del que sin duda puede ser considerado como el inglés más importante del siglo XX. Las confidencias de Colville se centran en el lado más doméstico de Churchill, mientras que el norirlandés, uno de los pocos hombres capaces de imponerse al premier británico a voz en grito, pone el acento en la ausencia de perspectiva estratégica del mandatario. El último libro sobre Churchill llegado a las librerías, La guerra de Churchill, del periodista Max Hastings, se nutre de ambos volúmenes, así como de otras memorias y diarios, como las del polémico Lord Beaverbrook, el laborista Ernest Bevin o Sir John Kennedy, entre muchos otros.

Hastings trata sin tapujos los errores y contradicciones del premier en aquellos años cruciales, no con el ánimo de vituperar su figura, sino con la intención de presentarla en sus justos términos. De la lectura de este libro, que es de largo aliento, como corresponde a su materia -no en vano la Segunda Guerra Mundial es el conflicto más documentado de la historia-, emerge un Churchill no tan bienintencionado como cabría suponerle al defensor de las democracias frente a la amenaza nazi, sino que se descubre a un ser implacable, dispuesto a cualquier cosa con tal de ganar la guerra. Desde luego, el panorama es muy distinto del que puede leerse en los libros del propio Churchill, escritos un tiempo después de los acontecimientos y no exentos de un cierto triunfalismo.

Hastings no duda de que Churchill fue el hombre más adecuado de cuantos estaban a mano, un hombre que se sentía predestinado a salvar a su país y hacerlo más grande, como hizo su antepasado el duque de Marlborough. Winston era, como aseguraba una británica de la época que dejó sus impresiones por escrito, el «bulldog» que todo vecindario necesita para echar a gatos y merodeadores cuando las cosas se ponen feas. A Churchill no le molestaba esa imagen, él mismo se consideraba un perro de pelea, y le gustaba cultivar una imagen de falta de escrúpulos, como cuando se hizo retratar con una ametralladora Thompson.

No se puede negar que su influjo fue importante para hacer que los británicos resistiesen los terribles años 1940, 1941 y sobre todo 1942, dos años y medio en los que acumularon derrota tras derrota y sufrieron una lluvia inmisericorde de bombas. Pero también es verdad que Churchill cometió algunos errores graves. En primer lugar, confiar en la resistencia francesa ante el empuje de las tropas de Adolf Hitler. Todo el mundo habla de Dunkerke, pero se olvida que dos tercios de esas tropas regresaron a Francia por empecinamiento de Churchill y estuvieron a punto de ser destruidas en Normandía antes de su segunda evacuación. La desesperación de Churchill llegó a tal punto durante la caída Francia que planteó entregar Malta y Gibraltar, e incluso utilizar los terribles gases de la Primera Guerra Mundial para detener una invasión de la isla.

En la batalla de Inglaterra, fueron las economías del mariscal del Aire Hugh Dowding, al frente del Mando de Cazas, las que evitaron que los cielos británicos quedasen a merced de la Luftwaffe, y no Churchill, dispuesto a lanzar todos sus efectivos al combate sin tino. Hastings llama la atención sobre una de las decisiones más controvertidas de Churchill, la lucha por Grecia. Los generales estaban en contra, porque distraía tropas del norte de África. El empecinamiento en mantener Creta hizo que ésta fuese la batalla más costosa de la Royal Navy. Más tarde reconocería su error ante «Jock» Colville.

Pero fue sin duda 1942 el «annus horribilis» para los ingleses, con la caída de Singapur y Birmania, y una situación pésima en el norte de África. Ante el rumor de que Stalin iba a firmar la paz con Hitler, Churchill llegó a proponer que los soviéticos se quedasen con la porción de Polonia de la que se habían apropiado en 1939. Polonia pasaba así de «casus belli» a moneda de cambio en el tablero internacional. Fue en esta época cuando Churchill animó operaciones inútiles, como el asalto a la isla artificial de Saint-Nazaire, que costó 500 bajas, o cuando dio su apoyo al cambio de estrategia propuesto por Lord Cherwell y desarrollado por el mariscal del Aire Arthur Harris de ejecutar bombarderos zonales sobre Alemania, con la consiguiente matanza indiscriminada de civiles. Su deseo de «prender fuego a Europa» se hacía por fin realidad.

Churchill nunca contó con grandes apoyos. Los propios torys le despreciaban. Gente como Lord Halifax se sentían realmente incómodos en su presencia. Mantenía una actitud caprichosa e irracional, y combinaba demostraciones de sabiduría suprema con estallidos de petulancia infantil que herían a sus colaboradores, como el mariscal Sir John Dill, uno de los ejemplos más acabados del perfecto oficial británico, buen conversador y encantador, pero poco llamado al combate.

En cuanto al pueblo británico, una parte importante se negó a aceptar los sacrificios que le demandaban sus dirigentes, especialmente los mineros, quienes no olvidaban la brutalidad con la que habían sido tratados en las décadas anteriores a la guerra. Los británicos querían que cambiasen las cosas y por eso le dieron la espalda a Churchill en las elecciones de 1945 (Winston comparó a los laboristas con las SS nazis) y apoyaron a Clement Attlee y su proyecto de construir una Nueva Jerusalem, un lema que era como el reverso obrero de ese himno oficioso británico que compuso Sir Hubert Parry en torno al poema de William Blake.