Me gusta mucho correr la voz en cuanto encuentro un libro que me guste mucho y temo que pase desapercibido, como es el caso, y eso que airear esta obrita del periodista cultural, escritor, profesor y sinólogo Simon Leys (Bruselas, 1935) va en contra de los principios vanidosos que se nos supone a quienes escribimos. Digo esto porque nada luce más en los salones y tertulias del ramo que enhebrar una cita tras otra de autores bien diferentes entre sí para de este modo dárselas de persona de amplio espectro cultural, de variadísimas lecturas, de erudición abrumadora. Muchas veces, sin embargo, tales citas provienen de un mismo libro que, a su vez, compendia muchas citas de otros que, por su parte, compendian muchas citas de otros, y así hasta el infinito. Con lo cual resulta que media docena de obras que uno trasiegue pueden valer para un par de años literarios triunfantes, entre la admiración general. La felicidad de los pececillos, que no trata de pececillos y un poco solo sobre la felicidad, pertenece a ese género de libros contenedores de perlas muy bien recolectadas en mares ajenos o generadas en el propio. Es, pues, una obra muy francesa, de los libros franceses de antes (los 70 del siglo pasado), llenos de referencias, a los que quienes nos alimentábamos de saber vario, breve y sentencioso metíamos dentelladas hambrientas.

Se trata de una treintena escasa de artículos sobre muy variados asuntos. De arte y artes; de lo palizas que nos volvemos al escribir en largo: «¡No hay más que un solo arte, el arte de omitir! ¡Oh, de poseer únicamente el arte de cortar, no ambicionaría ningún otro don! Un escritor qué supiera cómo cortar podría transformar cualquier gaceta cotidiana en una epopeya homérica», como dice Leys que dijo Stevenson; de plácidos y pintorescos congresos de escritores; del consumo de tabaco, a favor (lo siento mucho), con una descacharrante anécdota acaecida al autor en un infame compartimento de tren, donde un pasajero sucio y grosero defeca ante él (por razones que entenderá quien lea el libro) pero se rebota indignado cuando lo ve encender un cigarrillo. Trata del plagio, de China (de un cuento chino procede el título), de «El imperio de lo feo» (a mi juicio, el más redondo de los capítulos, un relato sobre lo que ocurre en un bar ruidoso y lleno de voces cuando una pieza de Mozart sustituye al griterío que despedía un aparato de radio («el talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad», dice Leys y suscribo por completo). Habla del gusto, de Sartre o Goethe, del bloqueo del escritor, del gran Conrad mareándose en un corto trayecto de barco ante el estupor de quienes lo tenían por gran marinero. Ofrece muy útiles propuestas: «¿No se podría subsidiar a determinados universitarios para que dejen de escribir libros?»; máximas del tipo «solo deberíamos poseer aquello que se puede poseer con despreocupación»; opiniones acerca de la fe, ricas miradas sobre el punto de vista: la impresión de unos negros congoleños ante películas estadounidenses con actores secundarios negros. Reflexiona sobre la supuesta ociosidad del creador: «necesito tanto tiempo para no hacer nada, que no me queda ya para trabajar», dice que dijo Reverdy; o sobre la tendencia a «confundir lo serio con lo profundo»; o sobre los escritores y el dinero... Una gozada de librito cuya lectura les pido con vehemencia.