El mayor obstáculo que le sale al paso a Ambrose es el recuerdo de la serie: su prosa, más que correcta y funcional, no alcanza la intensidad abrumadora de las imágenes, salvo en algunas escenas (como el soldado «ejecutado» por sus compañeros) de fiereza acongojante. El horror de la muerte más brutal es más vivo con una cámara delante y Ambrose, a veces, se extravía en descripciones difíciles de seguir. La acumulación de nombres y lugares desorienta y hay que volver atrás para retomar el hilo conductor. Tanto detallismo fatiga. Lo que no hace es dar una imagen positiva de la guerra, no recurre el tono épico nunca. La guerra es siempre horrenda. Y punto. Su mejor baza, y la que da entidad al libro por encima de su valor como guía para entender el infierno del Pacífico, está en su viaje a la mente de los soldados, procedentes de clases distintas, con motivaciones de lo más variado. Sus testimonios permiten acceder a las zonas menos transitadas por los libros de historia: la intimidad de las trincheras, el ser humano en su laberinto mientras las balas trazan su destino. Cuerpo a cuerpo en un holocausto diario de esperanzas e ilusiones. Nada volverá a ser lo mismo aunque se salga con vida del horror.

Y damos un salto en tiempo de décadas para aproximarnos a la guerra moderna. Más tecnología pero el mismo horror. El mismo error. Sebastian Junger, que ya había dado avisos de su talento y rigor en La tormenta perfecta, entra en uno de los escenarios más peligrosos de Afganistán, un valle donde los soldados estadounidenses tenían la misión de intentar taponar el paso de enemigos talibanes para que no pudieran acceder a otros puntos del país. Junger se pasó meses junto a un pelotón de infantería. Y lo cuenta. Y cómo lo cuenta: al poco de empezar a leer su libro, el lector se olvida de que es un espectador y pasa a ser un testigo directo de la acción sobre el terreno. No hay geopolítica que valga, el costumbrismo queda para las guías, quien quiera conocer la historia del país que se compre otro. Junger aplica el zoom a su mirada de los soldados y no lo aparta: paso a paso, latido a latido, respirando como ellos, sudando a la vez que ellos. Un grupo de jóvenes sobradamente preparados para matar, arrojados a un lugar inhóspito y rodeados de gente que quiere matarlos. Luchas para salvar el pellejo, ni arengas patrióticas ni zarandajas gloriosas. Mata o muere. En ningún otro lugar se combatía tanto, y al mismo tiempo se tenía la ilusa pretensión de ganarse la confianza de quienes no empuñaban un arma para ametrallarlos.

Guerra lanza al lector a un paisaje fuera del mundo en el que los soldados acaban vestidos como les da la gana, donde puedes despertar con una tarántula al lado, donde cada mañana puede ser la última. Junger hurga en las entrañas de la guerra, de esta guterra y de todas las guerras, y radiografía las reacciones físicas de los soldados (incluso su olor cuando la grasa desaparece y queman músculo directamente), monitoriza sus reflexiones amartilladas o congela el sarcasmo de las balas que te matan antes de que escuches el disparo. Y, al final de este gran libro, la inutilidad de la guerra explota sin piedad. tanta muerte para nada. Para nada.