Quizá la gran e inaplazable pregunta, después de todo, no sea «¿por qué decidimos vivir nuestra vida juntos?», sino «¿qué impide, a partir de cierto momento, que nuestras vidas se separen?» Hablamos, por descontado, de la institución del matrimonio, la misma que en opinión de ese eterno soltero que fue Kierkegaard garantiza el acceso a lo que el filósofo llamó «una existencia ética».

Y de eso, del matrimonio, de sus luces y de sus sombras, hablan dos novelas muy distintas, pero igualmente notables, de Rafael Yglesias, Un matrimonio feliz, y Michael Cunningham, Cuando cae la noche. La variedad de registros que abarcan ambas obras, desde el realismo más descarnado al más insoportable cinismo, pasando por la viñeta romántica, el freudismo de alcoba o la antropología cultural aplicada al ámbito doméstico, informan de que en el tablero del matrimonio son todas las piezas del juego de la vida las que colaboran. Así, las dimensiones intelectual, afectiva, sexual, política y económica son radiografiadas en los dos casos con una pericia no exenta de encanto.

El despliegue de efectos es digno de una tramoya de Broadway o de un salón chejoviano: teatro de muchos quilates. Es imposible no emocionarse casi hasta las lágrimas ante una escena tan poderosa como la muerte de la esposa en Un matrimonio feliz; de modo parecido, es difícil no sentirse señalado por los miedos de la paternidad o la maternidad que la novela retrata admirablemente. No menos imposible resulta ignorar las estrategias a menudo perversas que permiten la supervivencia de un hogar en Cuando cae la noche, las renuncias que los cónyuges deben acatar para que aquello que un día fue amor y hoy es apenas rutina no amenace con derrumbar algo más que ciertos anhelos insatisfechos. La tensión entre realidad y deseo, entre lo que una vida en común otorga y lo que una vida en común destruye, se satisface en ambas novelas con una exigencia sobresaliente. Y poco importa que el texto de Yglesias resulte directo y emotivo, mientras el de Cunningham sea más ambiguo y desencantado. Ambos, en su dimensión de postales del amor conyugal, logran suscitar en el lector las preguntas más incómodas, una de las conclusiones más respetables de toda obra literaria que se precie.

Desconozco si por convicción o por justicia poética, los dos novelistas, ante la disyuntiva del abandono o la continuidad, optan por la solución consoladora -y adaptativa- de una vida en común. Quedarse, al fin y al cabo, es siempre más sencillo que irse. En todo caso, más allá de la decisión propuesta, ambas novelas, de una hermosura clásica en el caso de Yglesias y de una gracia epifánica en el de Cunningham, celebran con elocuencia esa certeza abrasadora que la soledad de las parejas regala antes o después: el misterio aterrador y al tiempo maravilloso de constatar qué poco sabemos de aquel o aquella a cuyo lado pasamos la mayor parte de nuestra vida y con quien, tan a menudo, compartimos las circunstancias de nuestra