Chus Fernández (Oviedo, 1974) llegó pronto, con veintisiete años, al nuevo panorama narrativo asturiano, si es que se puede hablar del arte por parroquias. En ese momento, y en los que siguieron inmediatamente, su voz se alzó rara y fuerte entre la legión de escritores. Fernández tenía una cadencia narrativa, un «flow», si se me permite, de una belleza extraña, buscando caminos rectos donde el lector espera el rodeo, yendo tan al grano de la sintaxis que la acababa por reventar. Un poco como aquello que decía Cortázar cuando hablaba de «aprender a escribir mal». De aquella primera cosecha salieron Los tiempos que corren y Defensa Personal, pero desde entonces, año 2003, la voz de Chus Fernández quedó ahogada para la mayor parte de los lectos. No para él. Supongo que conserva de estos años, algunos duros, de monasterio privado, una tonelada de cuadernos, notas, apuntes. Y también que puso en pie cuentos, novelas, poemarios y hasta canciones. Como un corredor de fondo sin meta a la vista, Fernández se puso a medirse a sí mismo en la larga distancia y por un momento parecía que el esfuerzo podría acabar con él. Me acuerdo ahora de aquel blog que abrió y que tuvo que cerrar después de haber volcado allí post interminables en los que seguía cultivando esa rara belleza narrativa suya.

La buena noticia, el motivo de estas líneas, es que el silencio exterior se ha roto. Ha sido la editorial Trea, quien, de una vez, se ha empeñado en devolver a Chus Fernández a la edición, a la publicación, que de alguna forma es la prueba social del oficio de escritor, gremio al que este autor pudo perfectamente haber olvidado que pertenecía por mucho que lo siguiera cultivando.

Paracaidistas, el texto con el que Chus Fernández vuelve al lado público, social y oficial de la escritura, es una novela no tan breve como aparentan sus 117 páginas y una cuidada edición de formato estilizado. Quiero decir, para describir un poco el objeto, que no creo que se trate de una «novella», no en el sentido clásico y peyorativo del término. No es un librito. No es ningún entretenimiento. Al contrario, Paracaidistas lleva a la práctica un agotamiento narrativo del que el lector sale exhausto y vapuleado. Chus Fernández ha pulido aquí al máximo su ir al grano hasta perderse en los detalles gracias a un narrador tan indigno de confianza como lo puede ser un niño pequeño, menos de doce años, con una forma muy especial de relacionarse con el mundo exterior y enfrentado, además, a una crisis existencial ante la trágica desaparición de un miembro de la unidad familiar.

A la mitad de la novela se irá viendo de dónde sale la necesidad del narrador por contar su historia, para quién, y se irá retrasando, amplificando o despistando un final que de alguna forma cumple con los hechos verosímiles y necesarios, lo de la pistola en la primera página etcétera. En realidad, esa necesidad parece que tiene que ver más aquí con las prácticas de escritura de guión, porque Chus Fernández, sirviéndose muy diestramente y con su «flow» característico (la cadencia mecánica de las comas o la simple brutalidad de la irrupción del estilo directo, por ejemplo) del fluido de conciencia clásica, del monólogo interior puesto sobre el papel, dibuja los pensamientos a partir de escenas. Y esa escenificación lleva, al menos en media docena de ocasiones (la cocina, el hotel, la habitación...), a unos decorados y unas secuencias poderosas en lo estético y más brutales todavía al ser descritas con la sencillez de la narrativa seca pero iluminada, como los tragos de las cosas buenas pero amargas. Hay en todo ello, claro, ya lo dije antes, alguna trampa. Porque sí es cierto que los niños pequeños pueden tener una lucidez poética natural a la que un adulto llega con mucho oficio. O que su interpretación del mundo y su forma de expresarlo puede conducir, por caminos distintos, a un despojamiento narrativo, también sintáctico, propios del trabajo de un autor adulto. Pero lo que se atribuye con dificultad al menor es la carga filosófica de algunas reflexiones, esos pocos y lúcidos momentos en los que la poética sencillez del niño conduce a una reflexión profunda, a una metáfora perfecta. Hay, con todo, una posibilidad. Y está también en el texto.

Puede que el monólogo interior no sea del todo eso y que en la cabeza del narrador estén superponiéndose las voces, desapareciendo unas y entrando otras. En especial, la del hermano, protagonista en su ausencia, en fantasma, de este salto existencial sin red y con deseo de paracaídas que es la última novela de Chus Fernández.

Paracaidistas, para concluir, es la historia de una crisis doméstica contada con la urgencia del que ve desaparecer el mundo conocido debajo de sus pies. Es, también, la forma más pulida hasta ahora editada del desasosegante y titánico aliento narrativo de Chus Fernández, que desprecia todo tipo de artificios y busca con desesperación la verdad estética en cada coma. Y es, por último, un artefacto narrativo de una eficacia brutal, que coge al lector por los pelos y lo arrastra sin tregua hasta la última línea. Una novela necesaria.