Se podrá ver la guerra como la continuación de la política por otros medios (Clausewitz) o como un arte (Sun Tzu), pero no es sino el fracaso de nuestra pereza moral, seguida de todo género de degradaciones. Luego, el horror más intenso, el viaje al fin de la noche, está a menudo en sus periferias. Ese momento de cruel decadencia en todo conflicto bélico que se ha hipertrofiado y se complica en focos inesperados, los frentes se pueblan de soldados de fortuna, de agentes y legiones dobles, cosacos, beduinos y cipayos de su majestad, rostros en otro idioma que acaso sea el del odio más sordo, el del arrojado a una guerra que no es la suya ni quizá ya la de nadie. Esa etapa que no es la posguerra o la guerra fría, sino la de las cenizas candentes, que señalan los rumbos del colonialismo, el oportunismo o el instinto de conservación, cuando las medallas valen lo que sus materiales y la ideología se pesa como auténtica bisutería.

Las guerras coloniales del XIX o los frentes africano y del Pacífico de la II Guerra Mundial han sido proverbiales para retratar el sinsentido bélico en la literatura o el cine. En El fuego y las cenizas, la última novela de Jorge Ordaz, barcelonés de 1946 y uno de los mejores y más discretos activos de la literatura asturiana, esa radiografía toma el escenario de la II Guerra Mundial en Filipinas, 1941: para entonces, el cruce periférico de dos guerras hipertrofiadas, la europea de 1939 y la chino-japonesa de 1937, que empiezan a confluir en la guerra total sin centro ni límites. En los casinos y salones manileños donde bulle la oficialidad americana, fruto de la atención estadounidense al nuevo frente japonés del Eje, las potencias también mueven ficha: diplomáticos y empresarios alemanes o italianos conspiran para quitarle el enclave a los Estados Unidos y dejarlo caer en manos japonesas.

España, en plena posguerra civil, también juega la baza de sus intereses. A través de la Falange Exterior, la antigua metrópoli sueña con recuperar bríos coloniales en los antiguos dominios pacíficos. En este contexto, el relato se comporta como una novela negra canónica, impura, híbrida de novela histórica, «thriller», novela sentimental y de tesis sociológica. La historia arranca con la llegada a Manila de un paquebote con tres españoles, el físico Julio Palacios, el poeta Gerardo Diego y un misterioso tercer hombre, que se descubrirá como José Alfonso Ximénez de Gardoqui, falangista que desde el consulado servirá de enlace para la agenda oculta del neoimperialismo español.

Sobre el trasfondo histórico del plan franquista para reanudar lazos con las antiguas colonias, Ximénez es el personaje propiciatorio de ambientes muy dispares: los cabarés y burdeles donde la pasión por algunas chicas redime apenas la atmósfera de sombras traicioneras, el despacho del capitán Rummy Cumplido, mestizo del servicio de información militar de Estados Unidos, las sobremesas decididoras de los industriales europeos en Filipinas, las covachas de la delación o las peores escenas de la venganza.

Tras la invasión japonesa del archipiélago, relatada magistralmente, y la reconquista estadounidense -MacArthur, como había prometido, «volvió»- la realidad regresa a Ximénez incrementada su moneda de cinismo: los capitalistas se descubren aliados exclusivos de sus propios intereses, muchos agentes resultaron dobles o tener billetes de vuelta; sólo quienes, como él, jugaron fuerte al Imperio Japonés y al Eje cayeron del lado malo de la apuesta, y su lección personal concluiría que la propia España cubría apuesta múltiple con Estados Unidos.

Una novela sólida, trabada y muy consciente de la ocasión e intensidad que aplicar al lector con cada aliciente: suspense, intriga, violencia, erotismo. Su aparente conformismo técnico se compensa con un recurso singular: el uso de un método deductivo general, que desciende desde el enciclopedismo histórico, biológico o geográfico con que se abre cada capítulo hasta la focalización sobre alguna escena que en su bajeza contrasta irónicamente historia e intrahistoria. Merece mención aparte la edición de Pez de Plata, nueva editorial asturiana: la calidad de los materiales, el gusto y justificación del diseño y las ilustraciones de aura «pulp» de Enrique Oria terminan de completar a estos guiñoles del expresionismo histórico de Jorge Ordaz.