Se ha dicho que el diario, un género tan de moda en los últimos años, es la huella dactilar del escritor. Por eso no hay dos diarios iguales. La huella que Iñaki Uriarte deja en el suyo es una de las más insólitas: la de un hombre feliz.

La literatura no la han escrito los hombres felices. La felicidad no tiene historia. Quizá por eso, Iñaki Uriarte, bilbaíno que nació en Nueva York el año 1946, no comenzó a escribir (si se exceptúan algunas esporádicas reseñas) hasta bien pasados los cincuenta y a publicar cuando ya era un sexagenario.

A escribir lo mínimo: menos de cincuenta páginas al año, con lo que necesita cuatro o cinco para formar un volumen de pequeña extensión. Pero como es un hombre afortunado esas pocas páginas tardías, y aparecidas en una editorial de casi nula distribución, le han bastado para convertirse en un autor de culto.

Presume Iñaki Uriarte de no haber trabajado en la vida. Ahora puede presumir también de haber conseguido la mayor atención posible con la menor cantidad de esfuerzo posible. Para una y otra cosa hace falta, además de alguna suerte, mucho talento. Y algo quizá más raro todavía: sentido común.

A Iñaki Uriarte le basta con la atinada mezcla de unos pocos ingredientes para conseguir una obra que leemos de un tirón y no nos cansamos de releer.

Descree de las abstracciones, de las generalidades: «Me he interesado más por los individuos que por las grandes construcciones y la Historia. Me ha resultado más atractivo y menos arduo. Sé mucho más de Montaigne que de Felipe II, estrictamente coetáneos».

Montaigne es una presencia constante en estas páginas, es el gran maestro, el iniciador de una literatura en la que el yo avanza hacia el centro del escenario. Junto a él, otros nombres menos conocidos, como Girolamo Cardano: «Compuso un libro muy íntimo, mucho más lleno de detalles particulares que de grandes pensamientos moralizantes y dejó una de las primeras imágenes en letra impresa de un individuo: el autorretrato emotivo y vivísimo de un tipo estrafalario, inteligente, difícil de tratar».

Nada difícil de tratar parece el personaje que se autorretrata en estas páginas. No condesciende nunca con la queja ni con la autocompasión. «Dos días de insomnio», escribe. Y cuando esperamos las quejumbrosas lamentaciones habituales: «Ya pasará». Y a continuación: «Schopenhauer decía que una muestra de que vivir no vale la pena es que solemos ir a dormir de buena gana y nos despertamos de mala gana. Eso a mí no me pasa. Desde hace años, yo me levanto muy a menudo de buena gana, o por lo menos de un modo neutral. Pero, claro, porque me levanto cuando quiero. Este es uno de los grandes privilegios de mi vida en el que debería pensar más. Qué cantidad de mal humor me he ahorrado a lo largo de los años».

En estos diarios, además de atinadas, contundentes y sorprendentes opiniones sobre esto y aquello, hay apuntes para una historia familiar y una crónica generacional. Todo en pequeñas dosis, sin una palabra de más. Iñaki Uriarte conoce bien el consejo de Voltaire: «El secreto de aburrir es contarlo todo». Él solo cuenta lo mínimo necesario para sugerirlo todo.

Su generación pasó, en buena parte, del marxismo y de coquetear con el activismo armado a la más furibunda extrema derecha. Iñaki Uriarte, a pesar de sus antecedentes familiares, nunca fue nacionalista, y por eso tampoco es antinacionalista (para ser antinacionalista hace falta militar en algún nacionalismo).

A veces, para descalificar a un personaje, le basta con citarlo. En un periódico asturiano (Iñaki Uriarte visita con frecuencia Asturias) lee unas palabras que podrían figurar en lugar destacado en cualquier antología de la barbarie universal. Las copia sin necesidad de añadir ningún comentario: «Una Constitución que ha abolido la pena de muerte y que no tiene posibilidad de fusilar a Ibarretxe es muy difícil que se mantenga. Lo de Ibarretxe es alta traición, lo de Maragall es alta traición; toda la Historia, desde Pericles, nos muestra que hubiera sido un juicio sumarísimo». Esas palabras las pronunció un filósofo, Gustavo Bueno. Y, ciertamente, no hace falta añadir más.

Y junto a Bueno, otro gran patriota, Jiménez Losantos. Mucha tinta movió un asunto que Uriarte reduce a dos líneas: «Se ha admitido a trámite en las Cortes un nuevo Estatuto para Cataluña, aprobado por el 85% del Parlamento catalán». Y a continuación lo que escribe Jiménez Losantos: «Día de difuntos de 2005. España ha muerto. ¿Quiénes han sido los responsables? Zapatero y Polanco».

Esas mínimas pinceladas de energumenismo, esas selectas muestras de la barbarie nacional, acentúan la rareza de este continuo ejercicio de inteligencia y sentido común. No es necesario, sin embargo, estar de acuerdo con todas sus opiniones para admirarlo y disfrutar con su lectura. Podemos no coincidir con lo que piensa de algún asunto concreto, pero nunca nos sentiremos agredidos.

«¿Por qué la felicidad tiene tan mala prensa?», se pregunta. Sus diarios son un inventario de pequeñas y grandes felicidades. La mayor, casi una experiencia mística, la encuentra en un lugar tan poco exótico como Benidorm: «Me levanto, entro en el agua, me zambullo, doy justo cincuenta brazadas y, a unos cien metros de la orilla, mirando hacia la isla y el horizonte, encuentro lo que algunos tal vez encuentran con las drogas, el yoga oriental o el canto gregoriano. El grado cero de la existencia. Nunca he conseguido nada semejante en otra playa ni en ninguna piscina. Se ve que hace falta practicar y repetir lo mismo a menudo y en el mismo sitio. Regreso a la orilla entontecido y avanzo con pasos torpes hacia mi sofá, como un astronauta en la Luna».

«El arte de saber vivir» podían titularse estas páginas, en las que, para mayor sensación de doméstica felicidad, nos encontramos a cada paso con Borges, no con Jorge Luis Borges, que a veces también, sino con el gato del escritor.