«Explosión y erosión/ antes y después de la primera luz del Big-bang» y qué mejor definición de amor que la que encierra sus momentos más álgidos y también desesperados, erosión y explosión. No es éste sin embargo un libro de amor al uso o manual de amor, normas, técnicas y tácticas de supervivencia, recuerdos o cálculo de experiencias vividas o soñadas, el amor es la excusa o el fondo o escenario donde un universo propio, el de esta autora, se expande, multiplica, avanza, se corrige, equivoca, danza y nos enamora como bien nos advierte el prólogo de Juan Pardo Vidal. Un libro que en cierto modo corteja al lector y lo conduce por caminos poco transitados.

Isabel Bono ofrece ahora poemas largos a modo de oceáno, sin abandonar, sin embargo, esa exactitud, concisión, habilidad para expresarse de un modo contundente, práctico, austero pero deslumbrante, una extraña habilidad para deslizarse por los versos a su antojo, subir, bajar, volver al punto de partida y arrastrarnos sin apenas percatarnos del viaje que hemos realizado junto a ella.

«El único camino que conozco para llegar hasta ti/ es escribir esta historia./ No escribo sobre mí. Escribo desde lo que soy/ sobre lo que podía haber sido o podrá ser», una escritura sincera, que no teme nombrar ni ser nombrada. Un amor por tanto real, verdadero, no un cuento de hadas: «Amarte./ Despojada del cansancio y las obligaciones,/ como no estabas podía amarte a mis anchas./ Y te amé». Una descripción que sentimos como propia en la precisión con que define, con que se expone o nos descubre una realidad: «Una casa con sólo dos cosas de valor:/ la puerta blindada y el mar./ Sin motivos para tener miedo. Imaginemos/ que te da por entrar./ Para echar la puerta abajo necesitarías dinamita./ En caso de abrirla, el mar no podrías llevártelo». Nuestros miedos, inseguridades pero también nuestras certidumbres, nuestro palacio de cristal, la burbuja que insuflamos para aislarnos del otro.

Bono crea imágenes muy poderosas, de una belleza muy personal: «Con las muñecas atadas a la baranda/ dejé que los pájaros comieran de mis manos./ Mis manos su alimento, sin agua ni semillas./ Carne blanda y dulce./ Como si fueran las manos de un mentiroso». Palabras, versos, que demuestran coraje: «Que llueva cuanto quiera/ he salido y estoy dispuesta a mojarme». Un inconformismo prudente que demuestra lucidez: «Mi cerebro ya no es el centro del universo./ He venido a arder/ como tus labios entre mis piernas,/ como esa tristeza absurda/ por no haber planeado los últimos besos./ El mundo empezaba en tu boca./ Por lo demas, nada que no sepamos./ Y es que yo te quería/ con el silencio sospechoso de un campo de minas». Imposible describir ese silencio de un modo más acertado. La lógica y su ruptura que todos hemos de comprobar a modo de ensayo y error cada día: «Cada uno llegó con su vida. Una vida cada cual/ más una vida juntos/ rompe cualquier principio matemático,/ pero cuando las cuentas salen/ y una vida para dos suma tres/ no hay teorema que lo avale». Verdades, tan sólo eso: «Si no sabes vivir solo no pretendas vivir con alguien». Verdades que duele admitir también: «Tenemos poca experiencia en milagros». Y también soledad: «Mis palabras/ no son más que el mapa de un tesoro/ que nadie quiere desenterrar».

Cuestión quizá tan sólo de erosión y explosión («Y dije: Supongamos que todo consistiera/ en explosión y erosión. Te reías./ Explosión: tú. Erosión: yo»), de amor, vida, similitud con la piedra que el mar golpea de modo incesante y la belleza de esa imagen. Una declaración no de amor sino de principios: «Desorganízame la vida, amor/ agárrame de la cintura/ que estoy entrando en un hueco espacio temporal/ y quiero poder cerrar los ojos confiada./ Sácame de allí (repito), amor (repito)/ cuando lo creas conveniente. No confío en nadie más». Dejarse llevar, por tanto, por la explosión y erosión que toda vida implica, que todo amor conlleva.