Cuatro años de encuentros y pérdidas, de silencios y palabras, de vida atenta y minuciosa son los que separan esta exposición, «Anomia», de la última salida individual de Gabriel Truan al recinto de una galería, en 2007, cuando colgó sus cuadros en la sala Durero. Un tiempo apretado en el que el artista asturmadrileño (nació en Madrid, en 1964, pero se siente gijonés) ha pintado con la pulsión de un buscador que bucea en el interior de sus dramas íntimos, personales, pero sin perder las referencias exteriores y, mucho menos, las claves artísticas, estéticas, con las que ha crecido como pintor y con cuyos registros se siente a gusto, en su terreno.

Llega así Gabriel Truan a la gijonesa galería Llamazares con un denso equipaje que él mismo define como resultado de un cierto sincretismo, una suma de operaciones que van de la figuración a la abstracción, del grafismo a las composiciones geométricas. Dicho de este modo, pareciera que estamos ante un artista dubitativo, inmerso aún en una exploración en la que se siente un poco perdido. Y nada más lejos de la realidad, porque lo que ofrece «Anomia» son los frutos de quien ha conquistado un estilo personal que aúna reflexión, concepción propia del hecho estético, además de un pormenorizado conocimiento de muchos momentos singulares, revolucionarios, del arte. Es una obra que reúne variados caminos, todos abiertos y llenos de hallazgos. «Soy incapaz de hacer siempre el mismo cuadro», confiesa el pintor.

Formado en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y en la Escuela Superior de Artes Visuales de Ginebra, Gabriel Truan, descendiente de una conocida familia de artistas e industriales gijoneses (es sobrino nieto de Alfredo y Enrique Truan), presenta en «Anomia» una serie de dos decenas de obras que parten de una autoimposición: los lienzos tienen la misma proporción (146 por 97 centímetros) e incluyen un cuadrado interior que, en un principio, podría verse como una limitación, pero, visto el conjunto de la serie, se ofrece como un campo de libertad, como el término o linde que el pintor se fija para desplegar el rico y múltiple territorio de su pintura. Ahí, según explica Gabriel Truan, está Hans Holbein. Y también su afición por las Polaroid y esos característicos encuadres fotográficos. «Es mi espacio, en el que me siento cómodo», insiste.

Estamos, pues, ante un pintor reflexivo y de enorme coherencia en la ejecución de sus piezas, a las que añade en esta exposición otro conjunto de obras de menor tamaño, composiciones geométricas con las que Gabriel Truan ofrece otra muestra de la versatilidad de su talento. La ejecución de estos cuadros (todos sin título), lienzos trabajados con acrílicos y en alguna ocasión breves manchas de óleo, es de una gran limpieza y el recurso del grafismo nunca es ocioso. Un ejemplo es el «Perro veneciano», que incluye un breve texto que puede leerse como un claro guiño a Borges. Pocas de las muchas cosas de «Anomia» defraudan.