Hay que confiar en que un artista como Gabriel Truan, que tiene tantas cosas interesantes que decir, nos las diga en lo sucesivo más frecuentemente de como lo ha hecho hasta ahora, tanto que, de una a otra vez, casi olvidamos sus contadas presencias en muestras individuales y colectivas, que por otra parte tampoco ha prodigado fuera de Asturias. Nacido en 1964 en Madrid, pero ligado por familia y querencia vital y artística a Gijón, Gabriel Truan hizo sus estudios en San Fernando en Madrid y luego en la Escuela Superior de Artes Visuales en Ginebra. A partir de ahí, premios y becas que propiciaron para él una proyección internacional en viajes y exposiciones y también una formación integrada en los lenguajes europeos y quizá también la perspectiva para el muy personal sentido del arte y de la vida que le caracteriza.

Titula Gabriel Truan su exposición «Anomia», y es un título bien significativo de esa personalidad y un planteamiento artístico que propone la ausencia de normas, incluso desde el estilo, en una época en la que también todas las reglas parecen perder vigencia y la mirada individual se impone sobre teorías de tendencia. Esa patente de autonomía que le otorga la modernidad es el mejor campo de juego para un artista apasionado defensor de su espacio creativo. Y no digamos si además también requiere esa «modernidad» que la reflexión intelectual sea para los artistas un componente esencial de la creación plástica, requerimiento por otra parte innecesario y fruto de la marea conceptualista que cree haber descubierto lo que se sabe de antiguo, desde la «cosa mental» de Leonardo hasta aquello de que la pintura es una manera de realizar visualmente el pensamiento, por no hablar de Perugrullo.

Pero volviendo a Gabriel Truan, lo importante es resaltar que, en su obra, esa reflexión intelectual no se produce a expensas de deteriorar o incluso hacer desaparecer toda creatividad formal, cosa que algunas ocurrencias de concepto «estricto» han preconizado contra toda lógica. Porque es un pintor, pintor, y por eso sabe que la pintura es referencia indispensable del pensamiento, como la técnica en cualquier disciplina, es la capacidad de hacer visible. Su obra produce la impresión de un discurso coherente y contundente, controlado, medido, sin gesticulaciones ni divagaciones, construido a partir de la memoria, como un compromiso entre el lenguaje y el sentimiento de las cosas. Es un relato diverso, con múltiples referencias y modos de expresión, pero unido por un mismo sonido interior que hace la muestra armoniosa, sugestiva, inquietante a veces, y, sobre todo, determina para el espectador una distinta manera de mirar.

Ofrece pues las pinturas de Gabriel Truan pluralidad de significados, pero también un aire de familia que comparten todas las piezas de la exposición. Y eso sucede no solo en aquellas en las que el cuadrado parece ser elemento consciente de una común seña de identidad, sino en todas las de la serie, y tanto en las obras en las que se acentúan los valores pictóricos más expresivos, sean figuraciones como las montañas, una tan evocadora de Piñole y otra que se me antoja de perspectiva cezanniana, o abstracciones de trama o de goteos, trazos, manchas y texturas de técnica gestual o sobrias geometrías relacionadas con lenguajes minimalistas y neoconceptuales cuya sencilla y hermética organización estructural no silencia su contenido de alusiones, sugerencias, formas o textos cuyo significado queda abierto a la interpretación y nos inquieta. Un buen ejemplo de como en el ecléctico arte actual tienden a solaparse o fusionarse estilos y tendencias antes tan celosamente separados, lo que Gabriel Truan maneja admirablemente para hablarnos del mundo, o su mundo, desde la pintura.