¿A quién va dirigida esta edición de veinte sonetos de Quevedo, seleccionados, parafraseados y comentados por Esteban Torre? En especial, se nos dice en el prólogo, «a los estudiosos de la literatura española en las facultades de Letras, Filología y Humanidades». Pero algunas de sus observaciones parecen indicarnos que están destinadas no ya a los «estudiosos», ni siquiera a los estudiantes de Letras, sino a los alumnos de Primaria: «La rima es siempre consonante perfecta. No piense el lector que si encontramos "debo" y "cebo", por ejemplo, rimando -en el soneto "Salmo I"- con "nuevo" y "llevo" existe imperfección en la rima. Es esto algo que atañe meramente a la grafía y no a los sonidos».

Tampoco existe «imperfección», añade más adelante, en rimar «desiertos» con «muertos». Pero quien ignora esas cosas elementales seguramente ignora también qué es un soneto y quién es Quevedo: Esteban Torre, si quiere ser coherente, debería explicarlo. No lo hace. Aunque no deja de incurrir en otras ingenuidades: «Es de destacar el hecho de que en estos veinte sonetos son prácticamente inexistentes las asonancias entre cuartetos y tercetos, cosa por lo demás frecuente en poetas de la talla de Garcilaso de la Vega. Las rimas consonantes de los cuartetos, por un lado, y la de los tercetos, por otro, pueden formar entre sí rimas asonantes, lo cual produce un efecto indeseable. Las preceptivas actuales así lo señalan». ¿Las preceptivas actuales? ¿Y en relación con el soneto? Luego resulta que entre los textos seleccionados también los hay en los que aparecen esas asonancias, y Torre las disculpa con que son «poco perceptibles». No necesitan disculpas, por supuesto.

El prólogo desanima al lector. Parece más obra de un benemérito aficionado que de un catedrático emérito de Teoría de la Literatura (Esteban Torre lo es de la Universidad de Sevilla). Pero si tenemos la paciencia de seguir leyendo, en seguida cambia nuestra opinión.

En primer lugar están los sonetos de Quevedo, bien conocidos muchos de ellos, pero que siempre apetece releer. Esteban Torre los imprime limpiamente, sin afearlos con notas, invitándonos a una primera lectura exenta de interferencias. Luego parafrasea, estrofa a estrofa, cada uno de ellos. Hace lo mismo que Dámaso Alonso con las Soledades gongorinas: una traducción en prosa. ¿Trabajo inútil? No. La teoría de algunos estudiosos y poetas de que la poesía está al margen de la literatura y de la inteligibilidad es muy reciente: aún no ha cumplido un siglo. Hasta entonces la poesía, incluso la más difícil, podía y debía ser comprendida: sólo si era bien comprendida resultaba posible disfrutarla plenamente.

Al final de uno de sus sonetos escribe Quevedo: «Breve suspiro, y último, y amargo, / es la muerte, forzosa y heredada: / mas si es ley, y no pena, ¿qué me aflijo?». En este caso la «traducción» resulta fácil. La que nos ofrece Esteban Torre dice así: «La muerte es un breve suspiro, y el último, y en verdad amargo; además de ser inexcusable, y heredada de nuestros primeros padres, que nos legaron la pérdida de la vida eterna en el paraíso. Pero si es una ley universal, y no un castigo universal, ¿por qué me entristezco?».

No siempre resulta tan fácil la paráfrasis, dada la concisión verbal quevediana y las continuas referencias culturales que pueden resultar ajenas al lector de hoy. Esteban Torre nos invita a releer después el soneto. Y ciertamente sentimos que se ha iluminado sin perder nada de su magia ni de su misterio. A continuación vienen los comentarios, que nos ofrecen informaciones útiles de muy diversos tipos, subrayan la especial expresividad de algunos versos («que contra el tiempo su dureza atreve») y dejan traslucir de vez en cuando al preceptista de otros tiempos (tratando de disculpar, por ejemplo, alguna de esas asonancias que parecen obsesionarle).

No señala Esteban Torre algunos de los evidentes ecos de Quevedo en la poesía posterior (su consideración de la muerte como «ley» y no como «pena» se encuentra en el final de uno de los más conocidos sonetos de Guillén: «Muerte a lo lejos»), pero sí enumera sus antecedentes. A ciertos lectores es posible que les sorprenda comprobar lo mucho que estos sonetos, tan personales y tan inconfundibles, deben a la tradición, y cómo algunos de los más famosos son traducciones o recreaciones de textos ajenos. Es el caso del dedicado a Roma («Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!») que procede de un poeta francés, Joaquim du Bellay («Nouveau venu, qui cherches Rome en Rome»), quien a su vez parece que lo tomó de un poeta neolatino, Janus Vitales («Qui Roman in media quaeris novas advena Roma»). Otros poetas fueron también seducidos por esos versos, como el inglés Edmund Spenser, y el español, coetáneo de Quevedo, Luis Martín de la Plaza: «Peregrino que, en medio della, a tiento / buscas a Roma, y de la ya señora / del orbe no hallas rastro: mira y llora / de sus muros por tierra el fundamento». La comparación con unos y con otros en nada hace desmerecer los versos de Quevedo, como tampoco que uno de sus más memorables sonetos, el que define al amor, sea versión, literal en algún verso, de Camoens («es herida que duele y no se siente» escribe Quevedo; «é ferida que dói e nao se sente», Camoens).

Tras las paráfrasis, tras los comentarios de Esteban Torre, volvemos a leer los sonetos de Quevedo y son los mismos y son distintos y nos vuelven a deslumbrar como recién escritos.

A Esteban Torre, traductor ejemplar de Pessoa y de los simbolistas franceses, no tardamos en perdonarle sus ingenuidades de preceptista. Al contrario que tanta académica erudición, sus comentarios no emborronan los poemas. Todo lo contrario: les quitan oscuridad y telarañas, nos ayudan a verlos como la primera vez.