He tomado para este texto sobre la obra de Luis Acosta el título «La arquitectura pintada», que fue el que se dio a la exposición retrospectiva que le organizó el pasado 2010 el Museo de la Merced de Ciudad Real. Título que pudiéramos considerar insustituible si se trata, como era el caso, de echar una mirada a las últimas etapas de este artista que, como el lector aficionado sabe, formó en Asturias, donde trabajó y vivió largo tiempo, y ahora reside en Toledo. En realidad, la arquitectura como tema y muy personal elección ha motivado la casi totalidad de las series de su pintura, desde aquellas «Arquitecturas cromáticas» de los ochenta, después de sus famosos «portones» y las «barcas», pasando por las «Arquitecturas de ausencias», «Ciudades húmedas», «Perlora»... hasta las últimas y distintas versiones de «Mapas y construcciones». Pero además, por otra parte, la arquitectura plástica, por llamar así a la idea constructiva, ha sido siempre un elemento determinante en su pintura, en convivencia con los valores cromáticos expresivos. Este singular e interesantísimo artista ha tomado para conformar su estética, según los tiempos, elementos del expresionismo, el pop art, el cubismo, la abstracción sea lírica, geométrica o posmoderna redefinida, y aún surreales, conciliando en mayor o menor medida la libertad de ejecución con la geometría compositiva, y esa tensión y relación entre lo arquitectónico normativo y lo lírico libre está en la base de la originalidad y el interés de su creación plástica.

Dicho lo anterior, en esta exposición esa relación se ha desequilibrado en sus series de representación de arquitecturas monumentales o edificios característicos, en favor del protagonismo de los perfiles constructivos y dibujísticos, cuya nitidez lineal se hace exenta, se desliga de los elementos pictóricos cromáticos que antes se superponían a menudo sobre la imagen. Eso enfatiza la identificación de los iconos de racionalismo arquitectónico europeo que maneja, en los que la obra centra el foco de atención, y por otra parte introduce nuevas sugestiones formales y espaciales de personal elaboración y mucho interés.

Luis Acosta intensifica la presencia y función de sus cuadrículas reticulares, formas simples de estructura repetitiva que vienen a ser los «ladrillos» con los que construye y personaliza con precisión y solidez los edificios que representa.

Puede ser el Café de Unie en Rotterdam o el cine Avenida de Gijón, en los que pueden evocarse las formas proadas, «estilo barco», características de un barroco modernista, o bien el edificio Gropius de la Bauhaus con las letras de Schlemmer. Por otra parte, en la versión del Pabellón Mies de Barcelona, se sugieren planteamientos de perspectiva que proporcionan al espectador vivencias espaciales complejas, teatrales, más que tridimensionales, y sensaciones de serenidad algo zen. Es como si la pintura fuese capaz de transformar la naturaleza física de las construcciones y de su entorno. Y llegadas a este punto, a partir de esa diferente experiencia del espacio y la intensidad que enfatiza la forma geométrica, parece como si algunas pinturas fueran portadoras de una genética que las acerca a la pintura metafísica.

La exposición se completa con los muy seductores brotes cartográficos, de su serie «Mapas», con cuya geografía y símbolo construye, como en un caleidoscopio, las flores: asturiana, estadounidense, holandesa... Finalmente, una llamada de atención para los espléndidos, impresionantes dibujos en su elementalidad que, en distintas versiones, siempre suele Acosta dejar ver en sus exposiciones. Pocas veces menos ha sido más.