Resulta verdaderamente interesante el encuentro entre dos versiones de la abstracción geométrica que esta exposición nos propone, sobre todo por el hecho de que dialoguen tan armoniosamente aunque, a primera vista, parezcan pertenecer a concepciones plásticas diferentes. Y en menor medida, y por otras razones, interesante también por el hecho de que las obras correspondan a dos artistas de distintas generaciones y trayectorias.

Existe un aire de familia, una capacidad de hermanamiento que el espectador percibe al pasar de contemplar las pinturas de uno a las de otro. Por una parte, la obra de Santiago Serrano (Villacañas, Toledo, 1942), figura de relieve de la abstracción española desde los años ochenta del pasado siglo, un pintor que se expresa desde el rigor teórico de la ortogonalidad neoplasticista, atenuado y personalizado por una arquitectura de formas genuina, compartimentada la superficie en módulos que pueden ser de color o de vacío, divididos por perfiles metálicos, estructuración dinámica que sugiere tensiones rítmicas y un interesante iluminismo especialista. Por otra parte, Javier Victorero (Oviedo, 1967), que ha venido evolucionando con notable acierto y personalidad hacia una geometría como místico-poética, que no desea despojarse de lo lírico, tiene afinidades con muchas tradiciones de la pintura española y se expresa en sensibles campos de color, exquisitamente matizados, sobre los que las líneas parecen soñar, por parafrasear a Paul Klee, un ámbito estelar en los que la pintura busca en la luz el elemento de su dimensión espacial.

Es bien posible que esa relación o afinidad haya que buscarla en épocas pasadas de la pintura de ambos, el caldo de cultivo de la abstracción expresionista americana, Rotkho, Newmann, Still. Por cuando Santiago Serrano era reconocido como uno de los representantes más destacados del nuevo arte español, núcleo cultural de Madrid, aquellas dos exposiciones ya míticas, «1980» y «Madrid. D. F.», investigaba y trabajaba en esa riquísima veta pictórica, inagotable, la del color-materia, en una labor «solitaria y ascética», según escribió Juan Manuel Bonet por entonces y a la que el propio artista se refería como «pintar la pintura». Y Javier Victorero, por su parte, estaba años después en ese mismo afán, si por pintar la pintura entendemos el intento de hacerla hablar por sí misma, desde sus calidades expresivas, intelectuales y emocionales, en aquellas naturalezas primeras. Forma, espacio y color son para los dos, como suele suceder, los elementos que sustentan la belleza e intensidad plástica de la obra. Ambos han encontrado en la geometría un instrumento para ordenar los placeres cromáticos y textualmente expresivos, la regla que corrige la emoción, citando una de las alternativas de Braque. Para Victorero, la geometría es el regulador de las distintas melodías tonales que inundan sus superficies; para Serrano, sus obras pueden ser geometrías autorreferenciales con dimensión espiritual y matización sensible del color que las hace cálidas. Creo que sobre el primero comenté una vez que su pintura recordaba a Rotkho pasado por Palazuelo, casi diría para el segundo que puede recordar al mismo señor pasado por Mondrián.