Desde Sófocles («La mayor desgracia del hombre es haber nacido») a Camus («No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio»), la historia del pensamiento en Occidente ha abordado el tema de la muerte voluntaria con enorme sensibilidad y con singular agudeza. Las cuitas de Werther y de los caracteres de Kleist durante la epopeya romántica, el suicidio filosófico de Kirilov en Los demonios o la autopsia personal de Jean Améry en Levantar la mano sobre uno mismo son citas ineludibles en este largo etcétera de novelistas y filósofos que han pensando en el suceso que cancela lo vivido y destruye el porvenir, ese que, en puridad, constituye el acto por antonomasia, la corrección definitiva.

La apelación entre líneas a Thomas Bernhard no es gratuita. Nadie como él ha investigado con mayor intensidad el problema capital del sinsentido de la vida y las radicales paradojas que encierra. En 1975, el escritor austriaco publicó un libro capital, Corrección, que llevaba esta investigación hasta sus límites. Ningún novelista ha llegado más lejos que Bernhard en la consideración del suicidio en esa obra demoledora. La tesis central que vertebra «Corrección», y que constituye una especie de compendio inmejorable de un debate de siglos, podría resumirse así: si ningún hombre puede evitar su nacimiento, si todo hombre ha sido engendrado y condenado a la soledad por dos soledades previas a las que llamamos padres, ¿cómo es posible vivir sin la tentación constante de arrancarse esa soledad impuesta? La solución a la aporía se esconde en el perpetuo proceso de corrección al que se encadena todo artista que merezca ese nombre, todo científico consciente de habitar una materia ciega y sin finalidad, todo hijo de la Historia y de sus circunstancias. Llevada al límite, y una vez frustrada cualquier tentativa humana de perfección, esa corrección definitiva siempre aplazada, esa corrección que encauzará decisivamente nuestra biografía intelectual y emocional, no puede ser otra que la única acción sin marcha atrás: el suicidio.

En un espartano y deprimente piso de un gueto neoyorquino, hay dos hombres: Blanco y Negro. Blanco ha intentado suicidarse esa mañana al paso del Sunset Limited, un tren que circula a 110 kilómetros por hora; Negro, que estaba en el andén, ha salvado a Blanco en el último instante. Ahora ambos, tras este encuentro, dialogan en casa de Negro a propósito de lo sucedido.

Blanco y Negro son paradigmas, arquetipos, sublimaciones estrictas y severas. Blanco personifica el pesimismo de la inteligencia, la derrota de un mundo en el que la cultura cada vez tiene menos valor, el ateísmo filosófico. Blanco es la Razón, que ha descubierto que si uno lleva hasta sus últimas consecuencias el ejercicio de la inteligencia, debe aceptar que la vida carece de sentido y que, como tal, no merece ser vivida. El conocimiento, ya prescrito desde el Génesis como peligroso, ha matado la voluntad de vivir. La futilidad es el destino último de la conciencia. Tomar nota de que no hay nada, absolutamente nada, que nos libere de la vacuidad. Negro personifica el optimismo de la voluntad, la confianza en un principio salvador, encarnado sincrónica y diacrónicamente en la figura de Jesús, el dios que se hizo hombre para redimir los pecados del mundo. Negro es la Fe, que ha asumido que no sólo vivimos en el mejor de los mundos posibles, sino que todo (la felicidad, la alegría, el altruismo: el sentido de la vida, en definitiva) está ahí, al alcance del corazón, y que basta con quererlos para merecer esos dones. La creencia, base de todas las religiones, afirma por doquier el privilegio de la existencia. El mundo es un lugar poblado por ángeles, la patria de las segundas oportunidades, un teatro lleno de escollos pero en el que alienta un fuego sagrado.

McCarthy deja que sus personajes se expresen libremente. Al modo de Dostoievski en sus grandes novelas, el autor de La carretera presenta los motivos de ambos contendientes. No toma partido. Se limita a exponer. Mientras que en «Corrección» sabemos desde el principio que Roithamer se ha matado, porque la actitud de Roithamer es la encarnación de una filosofía que no admite réplica, en El Sunset Limited, Blanco y Negro disputan una partida de ajedrez sin un resultado definido de antemano. Hay dos posiciones previas, cierto, pero la balanza aún no se ha inclinado hacia un lado: está Blanco, que ha leído cuatro mil libros y quiere morir, y está Negro, que sólo ha leído un libro (la Biblia) y quiere convencer a Blanco de que no se mate. La intriga de la contienda es, pues, una intriga dialéctica. Un hombre intentando convencer a otro del valor de la vida; un hombre intentando convencer a otro de que no desea ser salvado. Como en toda partida de ajedrez, el peso de la balanza oscila. Hay veces en que parece que Blanco cede a la influencia de Negro; hay veces en que el humor, la ternura, el conocimiento del lado salvaje de la vida que Negro ha tenido bastarán para devolver a Blanco al puerto seguro de una existencia en la creencia, en el bálsamo, en el entusiasmo de saberse parte de un destino universal.

El desenlace de la obra desplaza esta sensación sin remedio. No importa que esta crónica desvele el final del libro. La estatura de la obra de McCarthy no se encuentra en el resultado, sino en el proceso, en el demoledor camino seguido por una inteligencia que nos revela lo absurdo del mundo. Nada hay más fuerte sobre la tierra que la voluntad de un hombre inteligente que ha decidido morir. Ningún dios providente, ningún principio inmanente o trascendente, ninguna apelación a lo irrepetible de cada vida puede cambiar la determinación de quien ha llegado hasta la última puerta guiado única y exclusivamente por su razón. En el patético cuadro final, Negro, de rodillas, le hace a Dios una pregunta terrible: por qué le ha dado a Blanco, que no cree en Él, las palabras decisivas para matarse, y por qué no le ha dado a él, a Negro, a su alma llena de fe, las palabras para salvar a Blanco.

La luz se apaga. Blancas ganan (o pierden, según se mire). El Sunset Limited ruge. To be or not to be. El Árbol del Conocimiento y el Árbol de la Felicidad no comparten sus raíces. Las grandes preguntas de siempre. La tentación constante de poner punto y final. Telón. Oscuridad. Silencio. Un texto asombroso. Cormac McCarthy.