Adivina adivinanza: ¿cuál es esa grande Universidad, con un presupuesto de 11.000 millones de dólares, que fuerza a la baja, como cualquier empresario avispado y emprendedor, los salarios de las chicas que trabajan en los comedores? ¿Cuál será esa Universidad excelente que jubila a la mayoría de su personal con 7.500 dólares y monta un plan de pensiones de 42.000 a sus directivos? Universidad que, por cierto, crece y engorda en una Gran Urbe, con una tasa de mortalidad infantil superior a la de Costa Rica (la Urbe, no la Universidad). Una Universidad en la que el 60 por ciento de horas lectivas es impartido por profesores con contrato temporal, con salarios por debajo del nivel de pobreza y sin cobertura social (consultar La Universidad en conflicto).

Mucho despistado aterriza en el páramo español cantando a grito pelado las excelencias de esas universidades de ensueño, cimentadas sobre el «mérito», seas negro, o pobre, o Bush.

Pero los autores de este libro-panfleto conciben la Educación Superior como un bien social, extensible paulatinamente a todos los ciudadanos. Un bien social que, como tal, debe ser distribuido no «entre quien se lo merece», porque eso sería tan absurdo como extirpar el apéndice sólo a quien se lo merezca. En cualquier caso la Educación Superior, según este libro, se configura ya hoy como un bien individual que se merece, se paga y se exhibe en función de la cantidad de contratos laborales y la consiguiente calidad salarial que le genera al estudiante, convertido ya en cliente de la dichosa Universidad.

La Universidad que conocimos, y que vamos desconociendo, es disfuncional a la Empresa, última creadora de los actuales criterios de calidad. Por adocenada que estuviera, siempre la Vieja Universidad se basaba en una cierta belicosidad interna, en cuyo recinto un positivista sin escrúpulos convivía con un posmoderno con menos escrúpulos, aunque no fueran lumbreras. Eran estructuras viciadas que generaban un estudiante, y después un trabajador, respondón, incapaz de entregarse a la empresa con la debida mansedumbre competitiva.

La sustitución de becas por préstamos (que en el solar hispano empieza a ser el tercer gasto familiar de la clase media) es índice del paso del estudiante a cliente, quien deberá restituir (banco mediante) la hipoteca que le hará manso durante su carrera y después un frenético buscador de empleo, que le libere del lejano préstamo antes o después, según su mérito.

Otra solución («Bolonia» y alrededores) consiste en rebajar contenidos y procesos a la inmensa mayoría (Grado) para que alcancen la categoría de pringados silenciosos, y encarecer lo que se ha dado en llamar anglosajonamente máster. El Grado no necesita excelencia sino polivalencia (legión de alevines neoproletarios polivalentes). En cuanto al máster, la excelencia y el pugilato que genera se sustenta en la meritocracia; ideología de calderilla que ha calado ya hasta en el pringado en activo; por plazas y plazuelas se escucha el argumento, digno de un vicepresidente neoliberal: «¡Qué materia fecal es eso de la paridad discriminante positiva!».

No piensan así los autores que comentamos, para quienes la excelencia y el mérito son contextuales, ya que, extrañamente, los marginales o los hijos de las capas humildes ni siquiera se proponen una enseñanza superior. La excelencia en Somalia o la meritocracia entre los niños moribundos de los campos de refugiados no se sabe bien qué puede significar; quizá su indolencia les impida llegar a ser registradores de la propiedad o abogados del Estado.

Los autores analizan el que llaman «capitalismo cognitivo», cuya aplicación casi única al automóvil, la biotecnología y la electrónica nos sitúan en una «Universidad-Empresa» sin remilgos, como la Motorola University o la Universidad Mc. Donald Hamburguer.

Estamos -según estos autores- ante un nuevo sujeto, a quien podremos llamar «neoproletario polivalente», porque es proletario sumiso, aunque nuevo, y porque deberá ser polivalente, pero no por la polivalencia de sus conocimientos, ni falta que hace, sino por la capacidad para cambiar de rutinas.

Este sujeto deberá ser competitivo a muerte, espoleado por los salarios bajos y una asistencia social mínima. Bien es verdad que «competir» arrastra un significado violento; antes «competir» casi se alineaba con los pecados más capitales, tales como la ira o la avaricia (da miedo ese Ministerio misterioso de la Competitividad).

En fin, el librito que suscita estos comentarios podrá ser de obligada lectura para críticos indignados, y totalmente prescindible para la derecha del «sentido común», salvo por curiosidad malsana.

P. D.-Adivina adivinanza: ¿a qué se llamará «devaluación competitiva de los salarios»?