Para cualquier lector avezado o lector impenitente que devora página tras página libros que van llegando hasta sus manos de las más diversas formas y vías de encuentro, es un placer inmenso descubrir entre este océano de palabras una historia deslumbrante y extremadamente bella como ésta que nos ofrece Téa Obreht. Desde luego, el talento se reconoce a primera vista, y éste es el caso de esta joven narradora. Apenas inmersos en su lectura podemos atisbar y corroborar más tarde la habilidad y universo personal que Obreht nos regala. Una historia que acaricia y desgarra, que nos conduce a momentos de dulzura inolvidables y a pasajes de una crudeza apenas soportable para nuestra mirada aún intacta ante las atrocidades de la guerra y la desesperación humana. Una historia, por tanto, recomendable como viaje de palabra y alma. Algo difícil de decir hoy día, una historia única.

Obreht nos descubre las heridas de los Balcanes pero de un modo diferente, sus heridas van llegando hasta nosotros a través del paisaje, de las historias, no de un modo directo y quizá más conocido, más manido. La autora conoce la eficacia de la intuición y confía en el lector. Natalia, una joven médica y su colega Zora se dirigen hacia un orfanato en misión humanitaria, allí descubren un pueblo ligado de un modo terrible a las leyendas y viejas costumbres, con el impacto que eso produce en su misión, la barrera infranqueable entre la medicina y la superstición. Natalia comparte con el lector los recuerdos de su abuelo fallecido recientemente, su extrema sensibilidad y las misteriosas historias que él mismo le contó y rodearon su vida («Todo lo necesario para entender a mi abuelo está comprendido entre dos historias: la historia de la esposa del tigre y la historia del hombre inmortal»). Así, descubrimos la historia del hombre inmortal o la de la esposa del tigre, una historia que nos conmueve ya desde el primer instante en que Natalia describe a ese bello e inmenso tigre caminando solitario por las calles rotas de una ciudad devastada.

Téa Obreht posee un talento innato para la narración y la recreación de un universo propio, mágico, en el que algunos querrán ver los ecos de cierto realismo mágico pero que sin embargo poco o nada tiene que ver con voz alguna más allá de su propia marca y estilo personales. Una prosa trabajada, que ella misma defiende en los agradecimientos finales a su editor: «Mi idea de que otros cinco minutos más pueden suponer una gran diferencia». Con cuya frase y poética, me atrevería a decir, define su ritmo y pretensiones, en este caso, claridad, belleza, sensibilidad y locuacidad.

En este libro descubrimos maravillas desconocidas, por ejemplo, que «los cuarenta días del alma empiezan la mañana siguiente a la muerte» y eso exige un austero ritual y un respeto máximo. También los momentos terribles cuando llega la muerte: «Cuando los hombres mueren, mueren con miedo -dijo-. Toman todo lo que necesitan de ti, y como médico tu trabajo consiste en ofrecérselo, en consolarlos, en cogerles la mano. Pero los niños mueren como han vivido: con esperanza. No saben lo que pasa, así que no esperan nada, no te piden que les cojas la mano... pero tú acabas necesitando que ellos cojan la tuya. Con los niños estás solo». Los desastres, la ruptura de la guerra, sus fragmentos: «La guerra lo había cambiado todo. Una vez separadas, las piezas que componían nuestro viejo país ya no poseían las mismas características que antes representaban sus respectivas partes. Los elementos antes compartidos -hitos, escritores, científicos, historias- tuvieron que ser repartidos en función de sus nuevos dueños. El ganador del premio Nobel ya no era nuestro, sino de ellos; pusimos a nuestro aeropuerto el nombre de nuestro inventor chiflado, que ya no era una figura compartida. Y en todo momento decíamos que al final todo volvería a la normalidad». Descubrimos al fin y al cabo todos esos pequeños horrores cotidianos que la guerra establece como algo ordinario, habitual. Natalia nos narra lo que ocurre en el zoo que tantas veces visitó con su abuelo: «El artículo del periódico se centraba única y exclusivamente en el tigre, porque, a pesar de todo, todavía había esperanzas para él. No decía nada de que la leona había abortado y de que los lobos se habían comido a sus cachorros uno a uno, mientras éstos aullaban agónicamente intentando escapar. No decía nada de los búhos, que habían abierto sus huevos sin incubar y habían sacado del mismo centro la yema roja y líquida, con el polluelo medio formado y casi listo para salir; ni del preciado zorro polar, que había destripado a su compañera y se había envuelto con sus restos hasta que su corazón se había parado bajo las penetrantes luces de los ataques nocturnos». Poco o nada se sabe de algunos asuntos terribles como éstos: «Durante semanas y semanas después de que terminaran los bombardeos, Zbogom, el tigre, siguió comiéndose sus patas. Era dócil y manso con sus cuidadores, pero salvaje consigo mismo, y ellos se quedaban en la jaula con él, acariciando el gran bloque cuadrado de su cabeza mientras él se roía los muñones de las patas. Las heridas estaban infectadas, tumefactas y negras». Y posiblemente ésta descripción sea la mejor y más aproximada y por desgracia poco metafórica del horror vivido por un país, un pueblo. Una vez concluida la lectura mi mente conserva la imagen de ese inmenso tigre caminando por las calles desiertas. Esa desesperación y también incredulidad, incertidumbre.