Resultan muy curiosas y reveladoras las rotundas elucubraciones que se leen estos días sobre los límites de la ópera como género a propósito del estreno en el teatro Real de Madrid de Vida y muerte de Marina Abramovic. Como si la ópera fuese una especie de corralito inamovible que sólo pudiera discurrir por los derroteros artísticos que algunos severos jueces consideraran apropiados. En fin, si esto fuera cierto, del Barroco hasta nuestros días poco se hubiese avanzado. Son debates similares a la eterna batalla sobre las puestas en escena y los cambios de época, y siempre suelen ser unidireccionales y restrictivos con diatribas de los paladines del supuesto buen gusto, enemigo, como bien decía Picasso, del arte. Cuántas barbaridades ha tenido que soportar la música de Wagner, cuántos improperios los pintores impresionistas. Pretender que el discurso artístico se mueva encauzado con docilidad como el agua en un canal es la muerte del arte en sí mismo, que necesita buscar de manera continua nuevas fronteras y no atiende a elementos estandarizados ni por academias, ni por críticos, ni siquiera por el público.

Vida y muerte de Marina Abramovic es un espectáculo fascinante, un tanto irregular en su desarrollo -con alguna pequeña laguna en la vertebración dramatúrgica, pero de una belleza estética indudable y de un desgarro dramático salpimentando de oasis de calma, ¡cómo la propia vida de cada uno!- , arrebatador. Mortier no arriesga nada con una propuesta así, simplemente realiza una normalización europea, porque esta oferta es usual en ciudades como Berlín o París, por ejemplo. Luego viene ya ese discurso tan antiguo de si se debe ofrecer esta obra dentro de un abono de ópera. No seré yo quien, por lo arriba expuesto, suelte una perorata sobre los límites del género, pero sí que tengo muy claro que la ópera, en la unión de música y teatro, tiene el deber de estar pegada como una segunda piel a la vida que nos rodea, de lo contrario quedará como una especie de objeto de museo, al que dar unos retoques de vez en cuando. La ópera está viva y se reivindica de manera constante en nuestros días, a través de creaciones nuevas de una enorme diversidad, y también a través de la relectura, más o menos agresiva, de los grandes clásicos. Además, la incorporación continua de otros géneros a su estructura la refuerza como obra de arte total.

En The life and death of Marina Abramovic confluyen varios elementos que hacen del mismo un espectáculo irrepetible, con trazos caricaturescos, incluso satíricos, de enorme fortaleza visual y con un libreto -llamémoslo así- de impacto. El actor Willem Dafoe es el hilo conductor de la trama (¡y qué imponente trabajo el suyo!), que va desgranando, de un modo circular, la vida de la artista serbia: desde su funeral en el prólogo hasta el epílogo en el que se vuelve al cementerio y se presencia una evanescente ascensión a los cielos. Abramovic, alma mater y eje de esta peculiar ópera-perfomance -por ponerle una etiqueta identificativa-, se vuelca a lo largo de la función en intervenciones estelares, pautadas con precisión en los pasajes de mayor enjundia dramática. Para ello Robert Wilson -creador, director de escena, escenógrafo e iluminador- concibe una hoja de ruta cronológica que Dafoe desgrana y los perfomers ejecutan de manera magistral. La dirección musical y la composición, a cargo de Antony, son bellas y evocadoras de un mundo perdido, cruel y duro, pero indudablemente teñido por la nostalgia.

Está omnipresente, como telón de fondo, la Yugoslavia de Tito, en imágenes y gestos, en el militarizado vestuario, ahí asoma ese mundo casi carcelario y de tintes macabros y obscenos; también en primer plano se ofrece el trabajo de la propia Marina en instalaciones visuales impecables. Todo ello arropado por los profundos cantos serbios de Svetlana Spajic. Hay, no obstante, algún desfallecimiento puntual en el encadenamiento de las diferentes escenas, quizá derivado de un tono, por momentos, un tanto grandilocuente y elegiaco, que le resta autenticidad. Por lo demás, ese triunvirato Wilson-Abramovic-Antony se desenvuelve a sus anchas para regocijo de unos espectadores que ovacionaron en pie esa catarsis en música al cierre de la función del pasado domingo. Me quedo con una reflexión de Francisco Calvo Serraller recogida en el programa de mano, «hay algo en esta obra especialmente impresionante: por un lado, el tono trágico-grotesco que domina el relato musical, con algo muy apropiado de oratorio; por otro, la revalidación de la ópera como obra de arte del futuro, lo cual, más allá del resabio wagneriano, es la única presencia real con que la ópera nos concierne».