¿Quién es en realidad Eliot Weinberger? ¿Un filósofo disfrazado de novelista? ¿Un novelista oculto tras un ensayista? ¿Un ensayista con alma de poeta? ¿O un poeta abducido por un filósofo? Filósofo, novelista, ensayista y poeta, Weinberger es, ante todo, un maestro de la exégesis, esa que convierte la vida en un espejo reflejado en un espejo, a su vez reflejado en un espejo, y así sucesivamente. Su obra, que lo mismo hace pensar en Benjamin que en Canetti, en Schwob que en Sebald, posee ese carácter híbrido tan cultivado y querido por buena parte de los mejores frutos de la creación contemporánea. El propio autor, a la hora de definir sus escritos, nos ha dado una clave de comprensión privilegiada. El símbolo emblemático de su literatura es un ente mitológico: el centauro. Y eso son los escritos compilados en Las cataratas: centauros con un pie en el pensamiento y otro en la imaginación, exactas, intensas y, en ocasiones, demoledoras consideraciones acerca de la belleza y la sevicia humanas, una excursión triunfal por la Historia y algunas de sus más profundas encarnaciones: el anhelo de poder, la hondura de la poesía, el privilegio de la imagen.

Las cataratas reúne once textos que recorren veinticinco años de aventura intelectual, desde 1986 hasta 2011, lo que nos permite asistir al crecimiento y profundización de una inteligencia dotada para el pastiche terrorífico (léase «Los farunferes»), para la reconstrucción bergsoniana (léase «Rastros kármicos»), para la lección literaria (léase «La invención de China») o para la hermenéutica histórica (léase el apabullante texto que da título a la antología, inmersión inolvidable en la biografía íntima del racismo sustentado filosófica, política y religiosamente). Todos los textos, sin embargo, poseen una orientación geográfica bastante precisa: el estudio en ámbitos muy distintos de las culturas orientales (India y China, fundamentalmente) o, en su defecto, la consideración desde el etnocentrismo occidental de «lo ajeno», un tema que en el texto titulado «La tribu cámara», dedicado al cine etnográfico, alcanza una sagacidad difícil de parangonar.

Weinberger escribe para la inteligencia desde la inteligencia. Ello, sin embargo, no lo convierte en un escritor hermético. Su erudición no entra en conflicto ni con la claridad expositiva, esa cortesía que Ortega reclamaba para el pensador, ni con la tiranía del dato o el name dropping, esa práctica tan habitual entre ciertos miembros de los sanedrines académicos. Al contrario. La profundidad de su discurso se encarna en una prosa fluida pero resonante, capaz de establecer un matrimonio fecundo entre pasión y precisión. No en vano, hay que ser un gran estilista para dedicar un ensayo a la imagen del vórtice en la historia de la literatura y lograr que esas páginas se lean con el placer de un souvenir de Borges. Claro que ese es el privilegio de la inteligencia: desplegar ante el lector el mapa del mundo para mostrarle el inagotable diálogo entre pasado y presente, ideas y cosas, imaginación y materia, la belleza del centauro que recorre los campos infinitos de la cultura y la vida.