Poco mejor puede decirse de una novela que además de dar mucho a la reflexión nos quita una sola cosa: la posible vergüenza intelectual de la pasión; de una lectura a la que durante días buscamos volver a toda costa. Ésta convoca, desde luego, más; en lo literario, histórico y político. Pero sólo «desde luego». Quizá todo sea más fácil, y hable antes de un puñado de pasiones. Al fin, en ellas está la causa y la demostración de esta gigantesca historia de lo inapreciable, magistral hasta en sus caídas y huidas. Pues de eso se trata, del relato de un fracaso ejemplar.

Una de las novedades más esperadas de los últimos años tiene como poco el don de la oportunidad: Victus, del catalán Albert Sánchez Piñol (1965), aparece con su relato del cruel asedio de Barcelona en 1714 justo cuando el soberanismo se reaviva en Cataluña con impulso desconocido en mucho tiempo. Publicada días después de la pasada celebración de la Diada del 11 de septiembre, que cada año conmemora aquella precisa derrota que ponía fin a la Guerra de Sucesión española con la conquista borbónica de esa última plaza austracista, la novela agota ediciones en su primer mes. Pero nada perjudicaría más a esta obra que consumirse en los fuegos fatuos de la política al día. El inmediatismo la achataría sin justicia. Junto a ésa, la clave de lectura que despejará su lugar y mérito con perspectiva es la de la novela histórica: su capacidad para desmarcarse del subgénero.

Median cuatro años desde los cuentos de Tretze tristos tràngols (2008; Trece tristes trances, 2009), siete desde su segunda novela, Pandora al Congo (2005, Pandora en el Congo), y diez de la extraordinaria irrupción novelística de Sánchez Piñol con La pell freda (2002; La piel fría, 2003). Los intervalos de tres años prometían una novedad inminente desde la temporada pasada, en que no hubo noticias. Esa espera es ahora índice de una elaboración ajena a la sospecha del oportunismo. Como tampoco sería posible no ya escribir, sino editar un libro como éste con el horizonte de la política real.

El medio es aquí mensaje. La edición apela a cada página: compleja, profusa en ilustraciones y guiños librescos que el lector, traído entre la historia y la ficción, debe sumar legítimamente al texto novelístico: grabados o retratos que hablan de la insuficiencia de un lenguaje historiográfico reducido a estampas. Pero otro medio llama la atención: Victus es la primera obra en castellano del autor; lo que podría hablar de un destinatario ideal. Si en su obra anterior tomaba África como máscara y alegoría de una Cataluña a la que exigía su complejidad, esta inmersión en la historia propia interpela antes, pero no sólo, a observadores extramuros.

La cita de Benedetto Croce ilustra lo intencional de un relato histórico que exhibe su parcialidad e informalismo, en boca del protagonista que ya anciano dicta las memorias a Waltraud, la barragana de su exilio austríaco. Una historia hablada y dibujada. Martí Zuviría, barcelonés, ingeniero militar, discípulo en Francia del afamado Sébastien Vauban, veterano a sueldo de distintos ejércitos; conseguidor, cobarde, descreído, barroco de barniz ilustrado, hoy mutilado y deforme, encabronado, rijoso, cáustico: odioso o divertidísimo, humano, en fin, rememora el episodio esencial de su vida. Es el asedio de una Barcelona abandonada a su suerte por el ejército austracista desde 1713 y convertida en una resistencia popular de trece meses en defensa de las libertades catalanas; o ni eso, de un «nosotros» reunido en ese orgullo irracional.

Por encima de la indiferencia aprendida en un oficio de ingeniero que negaba lealtad a más bandera que el rigor de la matemática, Zuviría cuenta cómo se desprendió de todo para regresar a la defensa suicida de una ciudad que entendió como propia en el amor a los tres seres que se negó a dejar atrás, y que nombró como su verdadera familia: una prostituta de vario rumbo, un huérfano ratero y el enano giboso que lo seguía. Amelis, Anfán, Nan. Las personas del verbo. En los embarrados caminos de la guerra la fraternidad no es anterior, de sangre, tierra o lengua; surge a golpes en la desgracia compartida. Así su imprevista hermandad con guerrilleros populares como Ballester o Busquets; y con Antonio de Villarroel, general en jefe de la defensa, meteco castellano que antes sirviera a Felipe V y a quien los barceloneses adoptan como héroe: todos ellos luchan a muerte sabiendo que de ninguno será la hipotética victoria.

El relato se lee como sátira del purismo estéril de algún nacionalismo y el pancismo colaboracionista de otros, obstáculos a la soberanía. Frente al arrojo del pueblo barcelonés, diverso, marejado, y de las milicias civiles o los guerrilleros miqueletes, una Generalitat vendida a los intereses de clase: «Los señoritos [?] en el fondo no creían en las Libertades y Constituciones catalanas. [?] Bajo la mesa su lema era: «Antes las cadenas que el caos». ¡Lo contaré todo! Cómo jodieron al general Villarroel, cómo derrotaron nuestras victorias. Porque [?] sólo he oído las versiones que vienen de arriba o del enemigo» (p. 381). Traerán polémica los retratos de Rafael Casanova, Conseller en Cap durante el sitio, y a quien se dedica la ofrenda anual de la Diada, o Antoni Berenguer, diputado a cargo de la desesperada reconquista, como ejemplares de la calculada vacilación del catalanismo institucional.

El resultado es un texto patriótico, más que nacionalista. O de un nacionalismo incómodo en su piel. Una defensa anti-romántica del plebeyismo de la idea de Cataluña; o Cataluña como idea, por debajo de estructuras y del positivismo sanguíneo. Es también una adaptación de Las Españas vencidas del siglo XVIII, de Ernest Lluch: el reinado de Felipe V como represión de toda diversidad hispánica. Dirá Zuviría: «Para los castellanos España era el gallinero y Castilla su gallo; para los catalanes, España sólo designaba el palo del gallinero» (p. 129). Habría ideas que matizar al protagonista, ya que no al autor. Como notaba el erudito y político asesinado por ETA, el centralismo borbónico no sólo arremetió contra Cataluña, que sí, sino contra todo: la propia Corona de Aragón; los restos de los reinos y señoríos peninsulares, la vieja Castilla incluida; los virreinatos indianos. Pero esto no invalida la afrenta particular de Cataluña; como tampoco la novela se ofrece por memoria de la Historia, sino como la historia de un recuerdo.

Si La piel fría sorprendió con una escritura que tan pronto podía tener cincuenta o cien años como estar en el año cero de algo distinto y necesario, «Victus» juega con su inclusión en la estirpe de la novela histórica. Rehuye el marcado experimentalismo de la llamada nueva novela histórica para situarnos en un aparente regreso al género clásico de Walter Scott o Galdós: a veces una Historia novelada, antes que una novela de ley.

Pero no han pasado en balde las décadas de esa nueva novela histórica (Carpentier, Goytisolo, Mendoza), lejos, pues, de un pasivo retroceso o del plegamiento al subgénero de éxito (si bien no faltan semejanzas con las sagas españolas de Arturo Pérez-Reverte: los mismos gobiernos incompetentes, una oficialidad buena para desfiles). Victus no es sino un cuidado pastiche de la novela histórica clásica, a la que añade la paródica degradación de la Historia y la Verdad con mayúscula y los juegos textuales de aquella renovación del género; salvo que preservando casi intacto el ilusionismo de la narración pura, pidiendo entregarse, darse, a una pasión lectora no ingenua. El resultado es una «historia desde abajo» a partir de la Escuela de «Annales» o la «nouvelle histoire» de Le Goff, para una «historia de los sin-historia» (Hobsbawm).

Donde llueven las piedras

La misma pasión antidialéctica de la Historia parece regir el relato. Todo lo que en La piel fría o Pandora en el Congo era sistema y perfección, orden cerrado de símbolos y alegorías, cálculo y alusión, aquí es proliferación; festín y desafuero; fuga, carnaval y arquitectura rebelada contra sí misma. La novela cae y padece en algunos lances. No es creíble la voz de narradora última de Waltraud, al trasladar al papel hasta los apóstrofes que Zuviría le propina en el dictado. La intención habrá sido sorprender la escritura en su proceso, como ironía del historicismo (además de que la mediación de la extranjera justifica el uso del castellano en vez del catalán: p. 14); pero narrativamente no funciona. A veces, el autor olvida que la perspectiva pertenece sólo a Zuviría: es imposible que éste nos pueda referir las reacciones privadas del Duque de Berwick al otro lado del asedio (p. 541). Zuviría se anticipa a la objeción (p. 525), explicando que más tarde conseguiría hacerse un cuadro general; pero es más bien una licencia de autor. Ocasionalmente el relato cae en cierto prosaísmo técnico o en la lección histórica. Lo que se quiera; que como su protagonista, sin cuerpo para tantas costuras, la novela sale y vence en su huida hacia delante.

«Delenda est Historia»

He aquí una derrota histórica de la que surge purificada la patria verdadera. Una pérdida total, la de Zuviría, que le deja un lugar inexpugnable en la memoria: «¿Qué es una casa, un hogar? A menudo [€] el recuerdo de una melodía» (p. 496). Por qué, en definitiva, «Victus», y no «Victa»: porque al fin es vencido el individuo, el pueblo (anónimo, sin más lógica que sus pasiones) y no la ciudad, la nación (espejismo, sorda reunión de intereses). Por eso, ni en catalán ni en castellano, la novela se titula en latín, lengua franca ahora de los eternos derrotados por la Historia, en su divisa predilecta y secreta: «persona non grata». Tomando ese partido, Sánchez Piñol se ha puesto justo donde llueven todas las piedras. Para la ingeniería poliorcética, lo contrario a un punto ciego: el inconveniente ángulo de todas las luces. Excepcional.