Era una de las prerrogativas que esperaba le concediese Dios omnipotente, como pide en «Los privilegios», una obrita escrita en Roma por Henry Beyle, alias Stendhal, el 10 de abril de 1849: «Nunca un dolor serio, hasta muy avanzada la vejez; y, por tanto un no dolor, sino una muerte por apoplejía, en la cama, en pleno sueño, sin ningún dolor físico o moral». Y logró tal gracia. Solicitaba, también y por ejemplo: «La mentula [es decir, el órgano sexual masculino]: como el dedo índice en cuanto a dureza y capacidad de movimiento». No hay pruebas científicas de si su «God» [sic] tuvo a bien tal gracia. Sabemos estas y otras cosas del autor de Rojo y negro o de La cartuja de Parma (dos novelas a las que vuelvo con frecuencia y que utilizo como lazo y con éxito con mis alumnos para atraparlos en las redes literarias) gracias al muy benemérito Simon Leys, del que me he hecho fanático perdido tras La felicidad de los pececillos y Los náufragos del Batavia, prodigiosos ejemplos de lo que hoy me interesa en literatura: sabiduría entretenida, o sea, buen material bien narrado. Ahora, nos presenta Leys su Con Stendhal, que es tan pequeño como enjundioso: en poco más de un centenar de páginas, en formato de bolsillo (literalmente), nos regala las impresiones de Merimée sobre nuestro autor; las de George Sand; los citados «Privilegios» del propio Stendhal; y un puñado de «Notas» llenas de gracia y oportunidad. Regalo completo para que Stendhal entre sin dolor.

El señor Merimée no fue nunca autor de mi agrado y no sé si me estomaga más su novela Carmen o la subsiguiente ópera de Bizet. De cualquier forma, su texto sirve para demostrar tres cosas: que se creía más importante que Stendhal, que era pretencioso y que exageraba. El de la señora Sand no pasa de ser una impresión de nuestro Beyle durante un breve viaje. Pero, juntos, de ahí la habilidad de Leys al sumarlos, nos dan una muy viva imagen de lo que fue el grandísimo escritor Stendhal, cuyos seguidores somos legión. Vean las tres dichas características de Merimée juntas: «Le gustaba leer y escribía sin cesar. "Nulla dies sine linea", me decía a menudo, reprochándome mi pereza. A pesar de los descuidos que se observan en sus obras, no por ello las había trabajado menos tiempo. Todos sus libros fueron copiados varias veces antes de ser entregados a la imprenta; pero sus correcciones no afectaban en absoluto al estilo. Siempre escribía de forma rápida, cambiando su pensamiento y preocupándose muy poco de la forma». Y ya de un modo subjetivo a más no poder se da a la hipérbole: «Sentía incluso desprecio por el estilo y pretendía que un autor había alcanzado la perfección cuando la gente se acordaba de sus ideas sin poder recordar sus frases. Lleno de odio por todo lo rebuscado y pretencioso, era despiadado con los escritores que se dedican a unir palabras que sorprende ver juntas, a pulir sus períodos, a dar a los pensamientos más triviales un giro extravagante que cause efecto». Bueno, Monsieur Merimée: desprecio, odio, despiadado? No tanto, no tanto.

Y no olvide el lector que quiera darse gusto stendhaliano esas «Notas» finales de Leys, donde hay ejemplos de nuestro autor aconsejando a su hermana, tan útiles como con un matiz de curioso cinismo: «Acostúmbrate a las penas; todo el mundo siente siete u ocho de ellas cada día». Y no olvide grabar en su alma la cita del poeta chino de la página 16 (Leys es sinólogo importante), toda una guía vital en menos de veinte palabras. Recomendado sin paliativos.