Resulta interesante la selección de obra de este joven artista malagueño, Guillermo Oyágüez (Frigiliana, 1970), que no tiene el menor reparo en renunciar a esa unidad de concepto y manera que tradicionalmente se consideraba como un valor recomendable a la hora de elegir las pinturas de una exposición. Por el contrario, se muestra de lo más proteico al presentar las muy diferentes posibilidades plásticas con las que es capaz de expresarse y que encuentran sus respectivas versiones en las varias series que integran la muestra. Piensa quizá que no debe renunciar a ninguna de ellas, en función del motivo, y el tiempo dirá si termina resumiéndose para quedarse con lo que entiende como más verdadera y esencialmente suyo. De todos modos, si tuviéramos que considerar un elemento común para obra tan variada, éste sería el tiempo: dos series son pinturas de acción, de movimiento, narrativas, y en las otras dos el tiempo se detiene planteando espacios para la imaginación.

Estas últimas son las tituladas «Atardeceres» y «New haven». Los atardeceres son paisajes extraños, de inquietante estatismo. Recuerdan, aunque no sea exactamente el caso porque aquí es más el tratamiento que la representación lo que los define, las distintas versiones de un mismo motivo tan del gusto de algunos impresionistas, siendo, sin embargo, que resultan muy poco impresionistas estas pinturas que no nos proporcionan sensaciones de fugacidad, del instantismo pendiente de la luz que por el contrario, en este caso, se remansa, se empasta y se hace como densa y perdurable, con ese raro sol algo surrealista que subraya la inmovilidad. En la serie «New haven» se agradece y no molesta la filiación hopperiana porque, como en las pinturas del maestro, la emoción se desarrolla en el misterio de una sugestiva dicción pictórica, intensa y medida, con esa nostálgica elegancia compatible con la extrañeza del distanciamiento.

Esa acción detenida se hace, sin embargo, trepidante en la serie «69 pétalos», que es el nombre de una discoteca. No es para mí la más atractiva, pero resulta interesante contemplar cómo Oyágüez se desmelena plásticamente en el intento de emular la acción y el efecto de la música, en lo que parece un compromiso del pintor con su tema; de modo que la ejecución se traduce en una especie de pop con momentos de abstracción en el que mandan la crudeza del color y un arabesco desflecado, un distorsionado esquematismo. En definitiva, una agresiva grafía que parece seguir el ritmo musical de su pauta temática. Finalmente, «La caravana» es la serie de más consistencia plástica si la valoramos por su creatividad y su sintonía con los modos de figuración de curso más actual. Con la secuencia de las distintas pinturas de la serie, el artista no sólo crea la forma, sino que construye un espacio secuencial pictórico en el que se desarrolla la acción, el relato, el sentido del viaje, y lo hace con muy notable eficacia expresiva en los trazos que describen los paisajes en los que la acción transcurre y la caravana que los recorre, con economía de toques y frescura de lenguaje. La exposición se completa con dos retratos, uno de ellos con un atractivo guiño irónico en torno a la figura del personaje del anuncio televisivo de Loewe, y otros tantos autorretratos del propio pintor sumergido en el agua de una piscina, que también participa del humor, sin prejuicio de su interesante y afortunado tratamiento pictórico por parte de este Guillermo Oyágüez que demuestra buen oficio e imaginación creativa.