Facebook resulta un medio tan apropiado como cualquier otro para verter toda la mala literatura del mundo, y también parte de la buena, que es lo que cuenta y viene al caso. Juan Manuel Gil (Almería, 1979), poeta y narrador, empezó a publicar en Facebook las breves conversaciones que agrupa en Mi padre y yo. Un western, a su editora le gustó el tono marciano del asunto y aparecen ahora en un exiguo librito, lo que nos ilustra sobre el desarrollo que las nuevas tecnologías han permitido al cuaderno de apuntes de los escritores, identificado en muchos casos con blogs y redes sociales.

Las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía tienen mucho que ver con este libro de Juan Manuel Gil. La curiosidad que despertaban en un niño que veía llegar a su padre del trabajo, cenar y acostarse a leer historias con saloon y diligencia, sheriff, bandidos, vaqueros, indios, duelos y amores, imaginadas por un tipo de Toledo, permanece en la retina del recuerdo: «¿Qué está ocurriendo ahí, papá?, solía preguntarle desbordado por la curiosidad. Luego te cuento, Juan. Está a punto de empezar lo importante». Ciertamente, las novelas que se cambiaban semanalmente en el kiosco fueron la literatura pulp de toda una generación, y el sabor de aquellas ediciones populares le ha servido a Juan Manuel Gil para crear un libro raro, poético, tajante, hilarante y repleto de silencios en que observar la calle polvorienta, azotada por el viento y poblada por algunas solitarias y resecas plantas que la cruzan rodando. Esto podría ser Tombstone, Arizona, pero todos sabemos, después del spaghetti western, que es Almería.

Mi padre y yo son retazos de conversación con aire del Sur, en los que lo supuestamente sublime es arrastrado cómicamente una y otra vez por lo cotidiano: «Yo: Papa, dime una frase para Facebook que esté a la altura de este día. Un aforismo revelador de los tuyos. Una temática guapa y auténtica. Un electrón verbal. Un calambrazo léxico. Mi Padre: Eres adoptado»; «Mi Padre: Juan, ¿has escrito esta noche uno de tus míticos poemas? Yo: No; Mi Padre: Pues escribe esto, no vayas a perder la costumbre: calabacines, aceite, pan, fanta y un conejo. Y no tardes, que es para mediodía». La chispa ingeniosa que proporciona impulso a estos cuadros en los que, como si se tratara de una película de Jim Jarmusch con guión de Dani Rovira, pesa tanto el silencio como el afilado chiste, hace que a menudo aparezca un chorro de luz bajo el que se descacharran padre e hijo, o más bien, bajo el que muy a menudo el padre desarma al hijo con su seca y punzante brevedad:

«Yo: Papá, le acaban de dar el Nobel de literatura a Mo Yan, un gran desconocido para los occidentales.

»Mi Padre: Como tú para los orientales. Y para los occidentales. Tienes serias opciones.

»Yo: Papá, treinta y tres años y estoy como nuevo. Níquel. Flamante. Tengo hasta el plastiquito.

»Mi Padre: Guay. Quizá pueda descambiarte aún».