«El 30 de enero de 1933 el adolescente de quince años está en cama afectado por una fuerte gripe, víctima de una epidemia que, en mi opinión, no ha sido suficientemente tenida en cuenta en los análisis del advenimiento de Hitler al poder». Ese quinceañero es Heinrich Böll, quien, con la ironía que marca su estilo y en tercera persona, trata de enhebrar sus recuerdos sobre un acontecimiento que hace ahora ochenta años abocaría, primero, a Europa y, luego, al resto del mundo a su tiempo más violento y deshumanizado.

A comienzos de 1933, la espiral de inestabilidad y fragmentación parlamentaria de la República de Weimar deriva en un agotamiento de los protagonistas políticos que, pese a carecer de mayoría suficiente, abre el Gobierno a Adolf Hitler. «Rara vez llama tanto la atención el desvalimiento de la clase política. Incomprensiblemente débil y desbordada, indecisa y oscilando entre la histeria, la ilusión y el pánico, todos parecen atrapados por el presidente del Reich, el viejo Hindenburg, entonces ya incapaz de hacerse una idea clara de nada». Así dibuja Hans Magnus Enzensberger el ánimo del momento en Hammerstein o el tesón. Pese a negar sus intenciones, el mariscal Hindenburg deja el Gobierno en manos de aquel al que llama con desprecio «cabo austriaco», hecho que marcará el destino de Alemania y del mundo.

No había transcurrido un mes del juramento de Hitler como canciller cuando arde el Reichstag, un símbolo del fin de la vida parlamentaria, una excusa para la persecución de los comunistas y todo un síntoma de la deriva autoritaria en la que el país entrará de forma tan rápida como imparable. Ni toda la violencia contra los rivales ni el aprovechamiento descarado de los recursos públicos consiguieron que los nazis obtuvieran una mayoría absoluta en las elecciones de marzo. Hitler se mantiene en el Gobierno con el apoyo de la derecha y consigue que le transfieran todos los poderes en un Estado de excepcionalidad previsto sólo para cuatro años. Sin embargo, «alboreaba la eternidad del nazismo. ¿Sabían los burgueses, los nacionales, qué había ocurrido, en qué trampa habían caído? Temo que hoy todavía lo ignoran: uno de los días más absurdos de la historia alemana, el día de Potsdam, el 21 de marzo de 1933, cuando Hindenburg entregó Alemania a un señor vestido de frac». Casi cincuenta años después de todo aquello, en 1981, el ya premio Nobel Heinrich Böll reflexiona en estos términos sobre el modo en que los nazis se adueñaron de su país. Habían llegado para quedarse y «el mismo año 1934 desmintió a todos aquellos que habían creído que Hitler no duraría mucho».

Böll se encara con sus recuerdos de aquel momento y trata de sortear las malas jugadas de la memoria, la ausencia de sus notas perdidas, para contarnos su vivencia del advenimiento del nazismo en Pero ¿qué será de este muchacho? Böll quiso vivir fuera de la norma en un Estado en el que era casi imposible hacerlo sin exponerse a lo peor. No tenía madera de héroe. Al contrario, «sabía que caería en el engranaje, que no tendría la fuerza ni el valor para sustraerme a los dos uniformes del momento», el de las Juventudes Hitlerianas, primero, y el de soldado, más tarde. ¿De dónde surge entonces el ánimo de resistencia? Crecido en Colonia en una familia atípica, a todos los desaires propios de la adolescencia sumaba una rebeldía provocada por la precariedad de su entorno: «Después del 30 de enero de 1933 se produjo una especie de milagro económico... Sería demasiado eufemístico decir que vivíamos "al día". Lo que es seguro es que vivíamos por encima y por debajo de nuestras posibilidades». Su ánimo de resistente «tenía que ver con la situación social totalmente indefinida en que nos encontrábamos: las severísimas dificultades económicas, ¿sólo nos habían rebajado de clase social o nos habían excluido de toda clase?». Los despeñados por el mal económico de ahora se formulan cada día la misma pregunta que aquel adolescente resuelto a convertirse en escritor, volcado en los libros -«estábamos lo bastante locos para seguir comprando libros y leerlos»- y que destaca lo mucho que un ejercicio escolar orientado a «condesar aquel alemán nefando e intrincado» que Hitler emplea en su Mein Kampf le sirvió para adquirir «una cierta aptitud para la lectura y la concisión». Su familia salió adelante en ese tiempo inclemente en el que «la supervivencia material se sobreponía a la supervivencia política».

Con el juicio y lenguaje de un adulto que habla ya desde la perspectiva de casi medio siglo de historia, Böll retrata al adolescente que fue como un precoz «desertor interior», una actitud que teñirá toda su trayectoria posterior, marcada por el distanciamiento crítico de la sociedad alemana y la visión mordaz de un entorno del que reniega y del que se nutren Opiniones de un payaso, Retrato de grupo con señora o esa crítica feroz de la prensa amarilla que es El honor perdido de Katharina Blum.

En su relato vivencial de la llegada de Hitler, Böll deja constancia de que «no nos gustaba Berlín desde que los nazis lo tomaron». A la capital alemana había regresado, poco antes de que comenzara a gestarse la descomunal tragedia que dejará una huella imborrable en la humanidad, una joven pareja de filósofos a la que ciertos momentos de comunión intelectual sirven de escape a la penuria material en la que se mueven. Günther Anders detalla este vínculo en La batalla de las cerezas. Mi historia de amor con Hanna Arendt, que incluye un muy recomendable epílogo académico de Christian Dries. Arendt y su marido vivirán poco tiempo en Berlín. Él huirá a París tras el incendio del Reichstag y ella lo seguirá más tarde, tras un breve paso por la central de la Gestapo en Alexanderplatz. El exilio forzará que siga la convivencia entre un hombre enamorado y una mujer que quiere a otro. El matrimonio no ha mermado la pasión de Hanna Arendt por Martin Heidegger, el maestro que dejó en ella una indeleble impronta intelectual y vital, convertido en preboste académico del nuevo régimen y cuya forma de comportarse muestra, parafraseando a Steiner, que se puede ser a la vez un gran filósofo y un miserable.