La explosiva distopía de una gran narradora

¿Qué ocurriría en un mundo -futuro, futurísimo- del que se suponen desterradas la muerte y la individualidad si, un mal día, nace un individuo que no debería haber nacido y que, además, desborda el estricto límite de habitantes establecido? Éste es el punto de partida de El vivo, alucinante y compleja distopía -o utopía siniestra, como prefieran- con la que Anna Starobinets (1978), una de las escritoras rusas más sorprendentes de los últimos años, hace su entrada triunfal en la novela. Muchos lectores ya conocen el gramaje de Starobinets gracias a Una edad difícil, colección de relatos publicada el pasado año, también por Nevsky Prospects. Si aquel volumen fue bautizado como terror -y a menudo su cotidianidad subvertida helaba la sangre- éste sería de ciencia-ficción. Pero ambos superan sus marcos genéricos para volverse puros aguijones contra la realidad. Lean El vivo y, además de disfrutar sin tasa, se habrán hecho con toneladas de pistas para detectar engaños en los discursos que nos conforman.

Cómo resucitar (bien) a Austen un siglo después

Fue tal vez el ensordecedor bullicio generado por los «jóvenes airados» británicos de la segunda posguerra mundial el que hizo que algunas de sus compañeras de generación -sin duda menos dadas a vomitar sobre los demás el sábado por la noche- quedaran en un discreto segundo plano. Es el caso de Elizabeth Taylor (1912-1975), quien, aparte de compartir nombre con la gata de ojos violetas, fue autora de buen número de excelentes novelas y relatos en los que el papel central es ocupado por la clase media y media alta inglesa.

Taylor, cuya obra va a ser rescatada por Ático de los Libros, bebe a fondo de Jane Austen y de Charlotte Brontë, pero sabe dar a sus historias un giro impensable en tiempos de aquellas grandes damas. Así, La señorita Dashwood (1946) llegará a una mansión en declive cuyo dueño posee todas las virtudes para convertirse en su enamorado. Pero el mundo de entreguerras abunda en personajes que Austen no habría imaginado y, claro, la historia tomará imprevistos derroteros.

La profunda mirada de Denton Welch

De Denton Welch (1915-1948) dejó dicho William Burroughs que pintaba todo aquello que se le ponía al alcance de la mano o de los ojos. Tal vez sea, en efecto, esa capacidad para deglutir hasta los gestos más triviales y devolvérselos al mundo trascendidos por su exacerbada sensibilidad el rasgo más característico del malogrado escritor y pintor inglés cuya obra está recuperando con mimo la editorial Alpha Decay.

Quienes recuerden la primera entrega de la «biblioteca Denton Welch» -aquel En la juventud está el placer (1944, 2011) en el que el autor estremecía, divertía y cautivaba al lector con las vivencias de sus vacaciones veraniegas de quinceañero- enlazarán de inmediato con el personaje que, ahora, un año después, recorre las páginas de Primer Viaje (1943). Un trimestre en un internado y un viaje a China para ver a su padre, en vísperas de la II Guerra Mundial, son toda la excusa argumental que necesita Welch para poner en pie un mundo arrebatado que ningún lector sensato dejará pasar.

Un potente chorro de luz sobre Cohen

En su discurso de aceptación del premio «Príncipe de Asturias» de 2011, Leonard Cohen confesó que fue la lectura de Lorca la que en su adolescencia le permitió encontrar un cauce para su propia voz, algo que, añadió, no había conseguido leyendo a los poetas anglosajones. La música que ha acompañado durante décadas a esa voz, prosiguió Cohen, nació de una progresión flamenca de seis acordes que le enseñó en dos tardes un joven gitano que se suicidaría poco después.

A partir de esta doble confesión, Alberto Manzano -cuya vinculación con el judío Cohen y su obra, que ha traducido al castellano, viene de muy lejos- compone una enjundiosa trama que, arrancando de los orígenes y errancias de judíos y gitanos, se interna con agilidad y gran cintura intelectual en los vericuetos de la labor creativa de Cohen. Sin perder de vista el triángulo que delimita su área de juego, Manzano, que participó en la grabación del mítico Omega de Morente, arroja un potente chorro de luz sobre el canadiense universal.